martes, 22 de diciembre de 2015

Y muy a menudo, Vietnam queda mucho más cerca de lo que creemos


Reciente en nuestras retinas la confirmación de que los seres humanos tropezamos no dos, sino innumerables veces con la misma piedra de la corrupción, de la casta, de la desfachatez de los que recortan derechos y se presentan como salvadores de la patria, el valiente poemario de Marta Navarro, Vietnam bajo la cama (Amargord, 2015), se hace poco menos que visionario e imprescindible.





Sumérjanse en las páginas de este volumen que vuela por el océano de olas sonoras de Irlanda y por semejantes horizontes lejanos, pero que se mantiene al mismo tiempo, pegado y bien pegado a la realidad cotidiana de nuestros desamores, de nuestra sociedad errabunda y desnortada. Se trata de literatura comprometida.

Y algunos se preguntarán si tal cosa todavía existe. Miren, admiradores de la diferencia entre nuevos y viejos idearios, desde aquí me declaro insumiso a esta moda, reniego de la caducidad de nada que defienda la dignidad de las personas, que sostenga que hay quienes someten a otros, que unos pocos viven en el lujo a costa de la miseria de un gran número de sus congéneres, llamémoslo conciencia de clase, izquierdas frente derechas, o simplemente,  quedémonos con la esencia de la brutal y desmedida avaricia de ricos y poderosos.

“Una democracia

                llena de pájaros de hojalata.

Nos vendimos lentamente

                y por nada.”

Este libro es lo que ya he expuesto, todo y mucho más. Nos habla sin pudor de las razones peregrinas, antojadizas, libérrimas, e incluso apabullantes que empujan a escribir. Encontramos poesía que parece prosa, prosa que se antoja lírica. Una empleada del mes, la transición de las lagartijas, un ministro “comodiosmanda”, revueltas sobre uno mismo para hallar respuestas, o más preguntas. Recuerdos de Ohio, desde este nuestro otro Ohio, certero y puñetero como él solo, desolador e inquieto, somardón.

Cómo le entendemos los que también hemos tenido que olvidar retazos enormes de infancia para ser felices.  Cómo fluye este discurso, coherente de miradas de humanidad a los otros, y a los otros otros, los animales sufrientes. Marta Navarro depura estilo mientras nos lanza a las chicas guerrilleras, al cuello de la estupidez y el prejuicio sexista, desollando la estrechez de miras, levantando la voz lo que haga falta, y eso que no es sino de cuando en cuando, porque las palabras bien elegidas se acoplan las unas con las otras para crear la magnífica construcción del Vietnam de la autora.

“Tú y yo tenemos una conversación pendiente. Una conversación sin diplomáticos ni obreros del metal, sin el miedo acumulado de los mataderos, sin psicoanalistas de bosques, sin menús de verano, sin la crueldad de los matadores, sin el silencio de los cobardes. Te ofrezco la eternidad y un día para comernos este miércoles regalo del dios Neptuno. Llámame y empezaremos de nuevo.”

Pues eso. Quede dicho, Marta Navarro, escuchen o no.




 

jueves, 5 de noviembre de 2015

Lecturas alimenticias


¿Me he preguntado por qué leo según qué libros? ¿Se lo han preguntado por ahí? Dado que son millones los libros que uno podría leer, quizá millones sea aventurado, dejémoslo en muchos miles, no es baladí plantearse cuáles deben ser los criterios para realizar la selección de los escasos (por mucho que uno lea, admitámoslo) afortunados.

Libros alimenticios son para mí, por empezar con algo, los que leo por mi trabajo.

Recientemente me he entregado a la falta de descubrimiento de apenas nada en Marina, de Carlos Ruiz Zafón (Booket, Planeta, 2012). Previsible, entretenido, repetitivo tras la lectura de El príncipe de la niebla, y en otro apartado de lectura, el del lector que se asoma con precaución a los “superventas”, La sombra del viento.
 
 
 
 
Ocurre a menudo con muchos artistas que se apuntan al “estribillo exitoso”, a la fórmula que les ha hecho vender infinito número de copias, ¿les suena Isabel Allende? Abandonan la magia de la novedad, pretendiendo ser fieles a su estilo, para continuar enganchados al carro de los ganadores. Pues eso. Es lo que encontramos en esta entrega más de una trilogía de niebla. Más personajes anacrónicos, de poco sutil anclaje en la novela gótica, remedos de la atmósfera del Fantasma de la Ópera, en una Barcelona que siempre atrae.
 
 
 

Mucho más interesante, qué duda cabe, efectuar nuevas incursiones en el mundo teatral español contemporáneo, para responder con sensatez a la pregunta: ¿qué me recomendarías leer? Desde luego, Cuatro corazones con freno y marcha atrás, de cabeza. La obra de Enrique Jardiel Poncela (Vicens Vives, 2006), con unas ilustraciones delicadas de Francisco Solé, que nos transportan a los patrones de otras épocas. Permanece como el trago de aire fresco que supuso en su momento. Recuerdo haberla visto hace muchos años, en su versión Estudio Uno de Televisión Española, haberme quedado con el interrogante básico que a todo ser pensante plantea esta obra:  ¿resistiríamos a la fatal ocurrencia de ser inmortales?
 
 
 
 

El autor despelleja sin pudor a los tiranos del prejuicio, desenmascara los convencionalismos que nos atenazan como seres humanos, nos hace comprender que el paso del tiempo forma parte de nuestro mero existir. Una inteligente propuesta que a pesar de todo, sufre a su manera el efecto de la pátina en la manera de entender la escena y lo que se sube a ella, pero un clásico más, y no precisamente uno cualquiera.

Académica es desde luego, la lectura que  hago de Teatro breve, con tres obrillas de José Luis Alonso de Santos, Ángel Camacho y Jorge Díaz; Dos sainetes, de Fernando Arrabal, y finalmente, La zapatera prodigiosa, de Federico García Lorca (todas ellas Everest, 2000). ¡Qué difícil seleccionar obras dramáticas que puedan ser del interés de los alumnos, y más todavía si las han de representar!
 
 
 
 

Me quedo con Lorca, por mucho que se trate de una obra menor, en ella se perciben sin pulir los grandes dramas que en otras piezas sí desarrollará. Se intuye el amor por la tradición teatral secular, la honda raíz popular de su personal, única, genial aproximación a la literatura, el embrujo con el que sus personajes entonan más que dicen, cantan más que hablan. El resto de obras se me antojan fallidas. El enemigo al que se invita a hacer picnic. Las situaciones surrealistas del gusto de Arrabal. La brevedad que no llega a ser intensa, ni compleja, ni emocionante. Personajes planos, pocos méritos para seleccionar unas piezas.
 
 
 
 

Lecturas que nos sirven, que nos aportan nutrientes mineralizantes. ¡No se vayan, que todavía hay más!


domingo, 25 de octubre de 2015

Las sirenas encallaron en las arenas movedizas de Bagdad


La aproximación con el Club de Lectura de Zuera a la novela “Las sirenas de Bagdad” (Alianza, 2007), de Yasmina Khadra (seudónimo del exmilitar argelino Mohamed Moulessehoul) me lleva a plantearme varias cuestiones.





En primer lugar, el asunto de los seudónimos. Un guerrero que se oculta tras un nombre femenino en una sociedad todavía más machista que la nuestra. El mundo al revés. Durante mucho tiempo fueron las mujeres las que debieron adoptar nombres masculinos para que se les aceptara en el mercado literario. Igualmente triste ha sido comprobar que en otras ocasiones, las obras que pasaron por tener como autor a un caballero, en realidad habían sido creadas por sus esposas. Seudónimos, heterónimos, siempre el tema candente de la identidad, de ser lo que somos, lo que aparentamos, lo que nos fuerzan a ser, lo que es conveniente que parezcamos, y con demasiada frecuencia, lo que no somos.

Desgarra pasar las páginas de esta novela dura, nada compasiva con el lector, que no va a encontrar casi nada amable en su trama. Irak y su guerra, porque en el fondo todo ha sido guerra desde que se hundió la farsa montada por Hassan Hussein. La ocupación por la fuerza multinacional liderada por Estados Unidos no ha dejado de fracasar en su supuesto intento de devolver al país a la normalidad.

El joven protagonista vive primero con horror y más adelante vencido por el odio, la nefasta realidad caótica que habita más que él ese paisaje antaño familiar y ahora remoto. Bagdad es un fantasma traicionero en el que todo se precipita a un abismo sin fondo. Su pueblo es escenario de las crueldades más espantosas, las que trae cualquier guerra, también la que les toca vivir a este universitario, a su familia, amigos, vecinos y conocidos; a todos. Porque no creo en la belleza rudimentaria de un relato bélico, y lo que me acaba emocionando de un devenir que en las primeras páginas se  me hizo tedioso, es que nos muestra lo inútil que resulta abandonarse a los instintos humanos, a lo más primario, ceder el paso ante lo que nos convierte en algo mucho peor que un animal rabioso.

Y está el asunto del orgullo (merecido) árabe. Un argelino se mete en la piel de un iraquí. La fuerza de su narración se cimenta en una tradición milenaria. Se trata de pueblos que comparten juglares, poetas, cantantes, una poesía trabada por centenares de hilos que vienen desplegándose por el horizonte de los arrabales de una cultura que ciertamente se desconoce en Occidente. Y el orgullo herido, como el del chico que ve deshonrar a su anciano padre, desata las consecuencias más vergonzantes, acrecienta los daños, desploma la cultura de convivencia más arraigada, destruye al ser humano más ecuánime. No me quito de la cabeza a nuestros abuelos, los que todavía vivieron la guerra civil desde las trincheras: me da vértigo concebir su odio, sus circunstancias carroñeras, todo lo que con el paso del tiempo veló el pudor.

Desde aquí, comprender lo privilegiados que somos por todo el tiempo transcurrido desde esa guerra nuestra. Entender que tenemos la obligación de responder adecuadamente a las necesidades de unos refugiados que llaman a las puertas de Europa y merecen un trato solidario y justo. Ahora nos toca a nosotros estar a la altura, como a otros les tocó en su momento, como en otros muchos puntos del planeta, cada año y sin cesar, les sigue tocando. El genio de la lámpara se olvidó de Bagdad, pero nosotros no debiéramos olvidar ni a Damasco, ni a Beirut, ni al Cairo, ni a…

 

 

martes, 6 de octubre de 2015

Y de Grecia también nos llega su cultura, y no sólo malas noticias


La asociación cultural Heleno-Aragonesa Pansélinos ha hecho posible la edición del libro del autor Yannis Adamis, “El proyecto” (STI, 2015), en una traducción de Isaac Gómez Laguna y con un atractivo diseño de cubierta por Petros Bouloubasis.








El texto de Adamis, uno inclasificable, que reúne lo que aparentan ser relatos y tiene la dinámica de una novela corta, está lleno de surrealismo. Me ha recordado a la inteligencia desbordada de cartas que me escribió hace mucho tiempo un gran amigo de esa época, de una elocuencia sabia y precisa, con mil referencias culturales inmersas en el mar de una escritura fresca. No siempre estaba seguro de entender, ni me importaba hacerlo o no. Apreciaba más la perfección del estilo, la creatividad a raudales.

En esto mismo me he quedado al terminar de leer esta obra con gatos, vendedores de lotería, una ciudad omnipresente, y creo pensar que con esta Grecia doliente de hoy día, y en permanente crisis, amago de esa sociedad que a todos marcó, vendida al mejor postor –el carente de todo escrúpulo-, la de los noticieros, la que sufren día a día nuestros hermanos griegos. Y aviso para navegantes, lo que a otros ocurre, también podría ocurrirnos.

¿Cuántos autores griegos conozco? Consulto “San Google”. Quien más quien menos fardará de haber leído a Kavafis. Apenas he leído algunos de sus poemas. El novelista de “La última tentación de Cristo” se llamaba Nikos Kazantzakis. La otra película, que no libro, que a muchos  nos dice algo es “Zorba el griego”, y se basó en una novela de ese mismo autor.  Las novelas policiacas de Petros Márkaris han tenido una más que considerable repercusión en nuestro país, todavía no me he acercado a ninguna, me lo apunto como deberes.

¿Y sus dos premios Nóbel de Literatura? Giorgos Seferis y Odysseas Elytis. El primero hace sonar alguna lejana campana, el segundo tiene un nombre de pila muy literario, y poco más. Para ahondar en la injusticia cultural de esta supuesta globalización, que en realidad es internacionalización de lo yanqui, uno de los más importantes autores contemporáneos de nuestro vecino país, Nikos Poulantzas, trató en uno de sus libros tema español, “La crisis de las dictaduras: Portugal, Grecia, España”. Mea culpa. No tenía ni idea.

Aparte de Ismail Kadaré, ni remoto conocimiento de lo que se haya podido cocer en la literatura albanesa. Y en el resto de la órbita mediterránea, fuera de las potencias culturales, el turco Orhan Pamuk (me encantó su visión de Estambul, como la ciudad misma, fronteriza entre continentes; a Yasar Kemal, no tengo el gusto), el egipcio Naguib Mahfouz (intenso aroma a zoco y rampante homofobia, una historia que me cautivó; ¿aquí también cuenta Kavafis?, ¿o su Alejandría era como la Praga de Kafka? Más fascinante si cabe, otro de esos fronterizos) Quizá me olvide de algún serbio, de algún croata que no relaciono con cierta lectura lejana. Estoy leyendo en estos días a un autor argelino. Algo es algo.

¿Tienen la culpa las editoriales que no se atreven con los autores en lenguas periféricas, minoritarias? ¿O nosotros, que sucumbimos a los gustos precocinados, a las sugerencias previsibles, a lo fácil? ¿O nadie? Merecería la pena tener algo de curiosidad por las culturas alejadas de la nuestra, de la que nos inculcan desde la tele, desde los medios, desde las redes sociales. Sería al menos enriquecedor.

Pero no nos engañemos, el remoto escritor tunecino lo tiene muy complicado. Tiene un nombre imposible, nos habla de asuntos que como mínimo nos son ajenos (o así nos lo parecen), no tiene agentes literarios en donde toman las decisiones del canon, y ese bárbaro de Bloom, fanáticamente “proanglo”, jamás llegará a tenerlo en cuenta; es en suma, un insignificante autorcillo que se expresa en una lengua ignorada. Para conseguir la “ansiada repercusión” tendrá que exiliarse culturalmente, en París, en Londres, renegar de sí mismo y al mismo tiempo hacerse autobombo como auténtico representante de su “excepción cultural”, maniatarse y desnaturalizarse. Indignante.

Las malas noticias se borran con el gozoso aventurarse en la obra de un autor griego. En su escritura está la misma esperanza que nadie podrá borrar del rostro de todo un pueblo.




 

lunes, 5 de octubre de 2015

Enemigos que llevamos dentro


Algún tiempo después de enfrentarme a mi primera lectura de un texto de Sergio del Molino, más en concreto su novela No habrá más enemigo (Tropo, 2012), me decido a apuntar algunas ideas sobre locura, sueños, personalidad y desventuras varias. Siempre se agradece descubrir una obra bien escrita, lo que no ocurre tan a menudo como querríamos.





¿Y en qué me baso para hacer una afirmación tajante como ésta? Argumentaría que la selección de las palabras que componen un discurso, que la trabazón de lo construido sea sutil y efectiva, que la trama responda a las expectativas como lector, que… en el fondo, es algo subjetivo, pero real, que apenas otra cosa que la experiencia de otras muchas novelas en la lista de muescas permite pontificar de esta manera.

“Supongo que, para entonces, nos estábamos acercando a la perfección que perseguíamos. Por fin había entendido mi personaje y podía darle carne, volumen y verdad.”

El personaje entendiendo su personaje, el escritor consciente de su rol, la literatura dentro de la literatura, lo metaliterario convertido en médula espinal de una narración madura, plena. Es entonces cuando el bochorno caprichoso de unos escenarios elegidos por ser fetiches, las prefiguraciones fáciles, conforme a la negación de lo propio y desde la incapacidad de ser uno mismo porque ser otro tiene más glamour, es más chic, es más; es entonces, digo, cuando el complejo se sublima, y adquiere todo su sentido, pasando de ser lastre a valor radical para un  todo.

“Lloré. Con las manos apoyadas en el lavabo, lloré. Lloré por no haber averiguado qué tenía yo de especial para andar jugando a aquel juego cuyas normas tan pronto comprendía como se me escapaban, porque estaban hechas de la misma inconsistencia narrativa que los sueños y porque, para no ser uno, se parecían demasiado a ellos. Porque si aquello no era real, prefería no guardar ni un deje de conciencia de mi locura. Si mi cerebro se lo inventaba todo mientras el cuerpo babeaba inerte en una cama de hospital, prefería sumergirme del todo en la novela de mi mente y no dejar abierto ni un solo resquicio por el que se colara el mundo en el que Nadejda se sentaba a hablar conmigo al borde de la cama, y en el que tú la consolabas con abrazos y frases hechas, y mi padre quizá esperara silencioso en el pasillo, sin atreverse a entrar. Lloré por no ser capaz de creerme del todo mi personaje, por confundir los momentos de vida real con fantasías, por que Lola no me perdiera del todo, por que no me retuviera, por que me devolviera a Zaragoza después de cada paliza. Lloré por no poder elegir Nueva York en vez del amor.”

Admito ser de quienes citan para señalar aquellos fragmentos de los que querrían haber sido autores, en una declaración de admiración sin tapujos. Vida ficción, imaginación cotidiana, fluir monótono de lo imposible, verosimilitud extravagante y genial. Azoteas de película, partidas de póker para dirimir el destino de cada aquel, moratorias con significado oculto, proezas que nos dirigen a ninguna parte y a ninguna parte queremos ir más allá de lo que hemos sentido. Elegir Nueva York cuando sopla el cierzo en Zaragoza. Nadejda y Lola, juego y día a día.

“-¿No le da gusto que le tomen por un saloio? Nadie espera nada de un saloio. Por otro lado, su autoestima puede resultar dañada. Todo el mundo necesita el reconocimiento de los demás, sentirse valorado. Es un mecanismo psicológico muy simple. Qué le voy a contar sobre el ego, mi querido Lenín. Pero si es capaz de inhibirse, si puede dejar de lado todas sus ansias por destacar y por recabar el amor de la gente, ser tomado por un ignorante o por un incapaz es muy instructivo. A las personas inteligentes se las suele identificar como una amenaza, en cambio de los tontos nadie se ocupa. Mirar y dejar que las cosas sucedan es muy satisfactorio en muchos sentidos. Para empezar, uno no es responsable del éxito o el fracaso de nada. Pero también puede aprender de los errores ajenos. O de sus aciertos. Eso sí, el saloio debe abstenerse de opinar. Su juicio ni se espera ni se aprecia. Dejarse llevar es agradable si el ego no sufre y si la lengua puede quedarse quieta dentro de la boca. No creo que usted disponga de ninguna de las dos cualidades. Si me permite decírselo, usted no es un buen saloio. O es un saloio de la peor especie: un descastado, un traidor a su clase, un renegado.”

El defecto transformado en virtud. El virtuoso en este mundo literario de egos. El ingenioso, polemista, en la estela más destacada de un Oscar Wilde en su apogeo, pero descarnado, sin piedad, rubricando un retrato genuino por lo onírico de una sociedad que hasta en su hermosura apesta. El gafapasta, el listo de la clase, el obsesivo, el auténtico. Mirar a la estupidez de frente, sin pelos en la lengua, agarrarla de sus orejas desmedidas, propinarle la paliza de su vida, sin tocar y sin mancharse. Me quedo con el rebelde airado autor de esta novela. Me convence.

Habrá una segunda lectura. El reto de los enemigos interiores me llama como el reclamo insoportablemente luminoso para cualquiera que se reconozca en un espejo borroso.




 

lunes, 24 de agosto de 2015

In memoriam: Ángel Aransay

 
 
 
 

¿En qué consiste la lotería de la gran edición?


A raíz de mi lectura veraniega, del exitoso (al menos en Argentina, patria chica de la autora) Y ellos se fueron, de Viviana Rivero, se me planteaba la pregunta que encabeza esta entrada. Es de enjundia.
 
 
 
 

Las grandes editoriales, nacionales e internacionales, son el objetivo confeso de algunos escritores, que no cejan hasta que, si son lo suficientemente afortunados, consiguen su propósito de ser publicados por una de ellas. Sabido es que rechazaron y rechazan a autores que a menudo acaban destacando en editoriales más modestas, conocido es que desprecian y ningunean a grandísimos escritores. Todos hemos leído bazofia publicada por ellas.

Todos podemos equivocarnos. Sus rastreadores, sus editores, también. O no del todo, o parcialmente sí. Si el libro se vende, dan en el clavo, lo de menos es la calidad del producto. Pero, ¿quién valora esa calidad? Hablamos de algo relativo, subjetivo, tremendamente valorable, incierto.

¿Hablamos de calidad literaria, o humana, o quizá incluso de habilidad para atraer y entretener a los lectores? Depende, como siempre ha dependido. Cervantes creía haber escrito una obra menor, una diversión sin mucha sustancia. Había producido la obra maestra de la literatura en castellano. No daré nombres, son muchos los que en la cresta de la ola están convencidos de haber pasado a la historia, y más tarde nadie se acuerda de ellos, o si lo hace es con una sonrisilla burlona en la boca.

El volumen de libros publicados a lo largo de un año es tan inabarcable, que cualquier manifestación talibán en cualquier dirección, positiva o negativa, a favor o en contra, se queda diluida en la cabezona realidad de una masa, de una verdadera maraña de ofertas lectoras, y como he dejado demostrado al elegir el título de este blog, ese vértigo no sólo me parece seductor, también una riqueza en sí mismo.

La novela-culebrón de Viviana Rivero mantiene el interés de un lector sin exigencias. La historia no está mal contada. Los vericuetos de las existencias de una saga de personajes entretienen. En una trama parcialmente ambientada en la España de la guerra civil, se echa de menos una documentación seria sobre lo que supone un conflicto bélico en las vidas de quienes lo sufren en su país, y en concreto si se trata de hombres jóvenes. Por lo demás, grandes amores y grandes desamores jamás defraudan. Nunca cansan el enésimo conflicto, la siempre penúltima confesión, el descubrimiento de un secreto, la pasión desbordada. Nadie se quejará mientras oye el chapoteo como música de fondo de una lectura ligera, y sobre todo agradecida.

En la lotería se ha de jugar, y en el juego está la auténtica ganancia.

 

 

 

martes, 28 de julio de 2015

Pequeñas joyas de la pequeña edición


La ciudad desnuda (Cordelería ilustrada, 2013/revisión en 2015 por el Ateneo Jaqués), de Marcos Callau, fue editada por esos héroes (de nombre Víctor Manuel Guíu, David Gímenez Alonso y Sergio Grao), sí, héroes de la edición minúscula y mayúscula, que fácilmente pasará desapercibida, por varias razones: porque se hace desde la “remota” provincia de Teruel, más en concreto desde Híjar; en segundo lugar, por no tener el “caché” de una gran editorial, por no estar en las grandes tiendas, ni contar con los más grandes autores, por apostar fuerte por la poesía.
 
 
 

El poeta, también turolense, vaya, ¡quién lo iba a decir, la especie en extinción cunde mucho más de lo que se podía esperar!, ¡Teruel existe! (y por mucho tiempo, por favor), el poeta turolense decía, Mario Ropero Hinojosa, ha calificado a esta valiente iniciativa cultural de “editorial low cost”, con toda la intención reivindicativa, seguro. Y desde aquí muestro mi admiración por todas las “low cost”, las de la cultura sin medios económicos y con toda la creatividad del mundo, las de la expresión libre a precio simbólico, definitivamente todas las que ha habido y habrá, para ensanchar los horizontes sin llegar más lejos que el espacio que llena la propia dignidad.

 


 


 

La ciudad desnuda de Marcos Callau es la que se desviste en las alcantarillas, también la que se asoma desde el cubo de basura, o se oculta en el enigmático guiño de unos semáforos, por supuesto deslumbra con los efectos de la luz que proporcionan las farolas, e incluso puede ser lo que busca un zahorí entre el paisaje urbano borroso, a cubierto de los aspersores más madrugadores. Cualquier rincón de una metrópoli es altamente probable que resulte un páramo desolado, y que así mismo luzca en su rostro dolorido las ojeras profundas de un amanecer repleto y desbordado por lo cotidiano.
 
 

La ciudad de nuestro poeta es el horizonte que define una buena canción, el jazz en la emoción de transportarse a todos los momentos vividos con el asfalto como santo y seña. Es pasar la noche en el duermevela artístico de los bohemios, recibir el día en la calle, contemplar con hastío e incertidumbre nuestro reflejo absurdamente abstemio en los cristales, en las lunas, de los escaparates. Vamos saltando con los textos de este poemario, vamos jugando a estar vivos, vamos recobrando el sentido de las palabras que nunca lo perderán.

Cuelguen de su pinza este excelente ejemplar de literatura de cordel, que nos ofrecen Marcos Callau y la Cordelería ilustrada, y más adelante, otro, y otro, y otro.











domingo, 26 de julio de 2015

Brioleta


Un encuentro de escritoras aragonesas, con el nombre en aragonés de la flor y el color: violeta. Y todavía se hacen necesarias aventuras violetas.

Mientras Visor y otros muchos sexistas, incluidos los que no levantan cabeza para no salirse de la foto oficial, consideren mal o desconsideren a las autoras que por cosas del azar biológico nacieron con el sexo femenino, o para el caso, los y las que las nacieron trans, harán falta encuentros violetas. Mientras los libros de texto desplacen a las escritoras por el hecho de tener nombre de mujer. Mientras los concursos, los reconocimientos, las plazas en las Academias, los premios, los sigan acaparando hombres. Mientras.

Y no debería haber nada que discutir en cualquier caso, pues nadie les discute a los cardiólogos si  tienen, o no tienen, si tiene sentido o no tiene ninguno, que celebren un encuentro anual, patrocinado además por alguna poderosa farmacéutica. Pues eso.

Ocho años de encuentros “brioleta” en ese verdaderamente idílico rincón del Pirineo, Yésero. Narradoras, poetas, ensayistas, artistas. Compartiendo voces, experiencias, inquietudes, en el marco de un acontecimiento multidisciplinar, con teatro en la mochila, con exposiciones fotográficas, plásticas; y talleres de animación a la lectura, y la posibilidad de comprar libros, y de disfrutar de la gastronomía, y perderse en ese paisaje maravilloso para reconocer horizontes más amplios y más auténticos.
 
 
 
 

Para alegrarse de la (asombrosa, no lo duden, en esta comunidad autónoma, lo efímero parece formar parte de todo lo que huela a cultura, es cosa de que a los políticos se les elija para cuatro años, lo que va más allá les suena a predicción milenarista, no les interesa en absoluto), para felicitarse por la, decía, longevidad de este encuentro, para celebrarla, se edita un volumen de relatos con el mismo título que el encuentro (Pregunta Ediciones, 2015), con historias creadas por ocho de las escritoras que han participado en él a lo largo de su ya intensa historia.

En aragonés están los chispeantes y brevísimos relatos de Elena Gusano, también la historia de amores trágicos y accidentados, cuya autora es María Pilar Benítez. Tenemos unos originales viejos comiendo sopas envenenadas, inspirados por un famoso grabado de Goya, y creados por Lourdes Aso. Chusa Garcés no se conforma con contarnos las desventuras de un escritor enamorado, lo sitúa en el escenario de las aspiraciones, las decepciones y los miedos de una generación de literatos.

Por su parte, Blanca Langa hace una divertida (y también socarrona, y dolorosa) inmersión en el género negro, con una valiente mujer que se la juega sin dudar. Angélica Morales plantea los momentos posteriores a la muerte de un ser querido, con la acumulación de sentimientos y recuerdos, añadidos inevitablemente a la cotidianeidad más convencional y desgarradora. Marta Navarro muestra el giro que puede recomponer una trama cuando lo que parecía un castigo, se convierte en un premio. Finalmente, Almudena Vidorreta nos hace llegar su personal crónica, la de una escritora aragonesa en Nueva York, a partir de todo lo que puede coleccionarse, y principalmente de visiones de la gran urbe y de sus habitantes.

Mujeres que hablan por la boca de hombres, y de mujeres. Hombres de ficción que rescatan a mujeres que ya no están. Poetas que también escriben relatos. Narradoras que se desnudan en las palabras que nos guían por el mundo que han creado. Memoria de tiempos que se han ido, o que se han quedado, porque siguen generando emociones. Escritoras que se aferran heroicamente a la lengua que escucharon hablar desde que eran niñas. Sueños interpretados e interpretables, reconocimientos, identidades truncadas. Todo en este coqueto, en este delicioso volumen de relatos. No se lo pierdan.




miércoles, 22 de julio de 2015

Cuando aparecen sin que nadie les haya invitado. Cuando el tiempo pasa, y se hace sentir amargo. Cuando echamos la vista atrás, y ya no se nos hace impúdico mostrarnos a nosotros mismos...


Al hacer un repaso de lo que en la madurez se ha ido dejando atrás, cualquiera podría argumentar que los achaques, las decepciones, los traumas, y tantas otras cosas, deberían haberse quedado en el lugar del que venían. Es el tipo de ajuste de cuentas con la vida ejecutado por Vicente Molina Foix y Luis Cremades, en su ¿dietario?, ¿novela cuasi-epistolar?, ¿actualísimo “valetodo”?, El invitado amargo (Anagrama, 2014).
 
 
 
 

Maticemos. Dos escritores, el uno muy famoso, el otro prácticamente desconocido (poeta, y poeta apenas prolífico, sin escapadas genéricas, lo dejo ahí), deciden escribir a cuatro manos sobre lo que supuso su relación amorosa. Y de paso, enfrentarse a una época, a una generación literaria, a lo desmitificador de unas confesiones públicas, al dolor de la ausencia, a los errores.

No soy lector de biografías. Ni de memorias, por no llamarlas desmemorias, o desvergüenzas, o despropósitos. La arboleda perdida de Alberti, y poco más, quienes me siguen recordarán que hace no mucho descubrí la existencia de la pintora barbastrense Julieta Always, o que me asomé al mundo del pintor Eduardo Laborda. No tengo mucho de cotilla. La vida privada de mis ídolos literarios no me atrae gran cosa. Acabas enterándote de ciertos asuntillos de todos modos, por otras vías, en entrevistas, en perfiles, en reseñas. Incluso ciertas correrías de discutible enjundia acaban negro sobre blanco en los manuales de Historia de la Literatura. Somos humanos.

¿Por qué será que me parece impúdico que alguien me desnude su intimidad? No me importa nunca cuando lo hace el personaje, cuando se convierte en ficción. Me resulta no ya aceptable, sino incluso lógico. Pero entonces es otra cosa. Aquí no. No esperen morbo. No se trata de impudicia lúbrica. Es más ese tipo de desinhibición del alma, elegante, muy bien escrita, atractiva, cercana a lo espiritual. Pero exhibición pública, después de todo.

Qué doloroso el remate de la historia que nos ocupa. Imagino que sin duda, por el momento vital que atravieso, me impacta asistir a lo que no me puede resultar ajeno, a la llegada que no siempre puede ser digna, a ese arribar a la madurez, y más tarde a la vejez. Encontrarse con que la decadencia física ya no es para observarla y diseccionarla, sino para experimentarla en uno mismo. Mueren los padres y los maestros, se derrumban las paredes gruesas que al final no eran lo único que nos sostenía. Pasamos de ser protagonistas con los que compartían nuestra edad de los usos y de los abusos, para convertirnos en pacientes achacosos de los efectos malditamente secundarios de lo que hicimos sin lanzar un segundo pensamiento en su momento.

¿Les he dicho ya lo bien escrita que está “la trama”? ¿Y el repaso concienzudo que se hace de todo el que fue y ha sido, aunque como es lógico, no pueda ser de todos los que fueron y han sido? Cualquier mitómano de lo literario, ni remotamente como requisito aproximarse a lo filológico, a lo académico, gozará con este argumentario de veleidades creativas, con los pequeños y grandes chismes (muchos de ellos bien conocidos previamente, pero que suenan a nuevos tan magníficamente relatados) sobre el quién es quién del mundillo de escritores españoles e incluso latinoamericanos de las últimas décadas.

El material es excelente. No dejen escapar su ejemplar.





 

martes, 30 de junio de 2015

Para buena reputación,… la de Ignacio Martínez de Pisón como narrador


Al terminar la lectura de “La buena reputación” (Seix Barral, 2014), me ocurre lo que no me había ocurrido tras la lectura de hasta cuatro novelas de mi admirado autor, que no me convence el final. No haré el “spoiler” del que hablaban mis alumnos en el club de lectura, no quiero privarles de descubrir por su cuenta los elementos narrativos para que concluyan por su cuenta lo que les parece el desenlace. A mí me ha resultado forzado, de alguna manera no fluye, como lo hacen las novelas de Martínez de Pisón. Intuyo que la intención era terminar con un tono lírico que fuera difuminando las líneas maestras de una narración-saga, para que confluyeran los motivos fundamentales, como un punto final que no es tal.
 
 
 
 

Me acerqué a la obra con la seguridad de que conocer el devenir de una familia judía me interesaría. En su momento leí “La herencia de Abraham Godina”, de Ivonne Gallán, una estimable novela histórica que retrata la vida de los judíos zaragozanos en los momentos previos a la ya cercana expulsión. Me ha interesado así mismo, algún ensayo sobre ese pueblo que compartió nuestro paisaje, que participó en la creación de nuestra identidad y que tan injustamente fue convertido en un miembro cercenado de este organismo que llamamos España. El devenir de la familia me cautivó. Objetivo cumplido. Lo de familia judía es otra cosa.

El hebraísmo en realidad está presente a lo largo de toda la novela. Una vez más, nuestro pasado africano, ese tabú contemporáneo que paso a paso va saliendo a la luz, ese protectorado del norte de Marruecos, ese Tetuán, y por extensión, ese reducto colonial: Melilla. La demostración novelada de la muy reciente creación de esta última como ciudad. Yo aventuraba una presencia más constante y estable de la minoría judía. Gracias a nuestro autor, averiguamos que los judíos de hoy testimonian un pasado cercano tumultuoso, complejo, con etapas sorprendentemente diversas.

Pero judíos, judíos, el pater familias que primero reniega de su ascendencia para ascender (valga la redundancia) socialmente, para posteriormente hundirse en un pseudofanatismo judaico más melancólico que otra cosa, y sobre todo sus dos hermanas. Con ellas nos asomamos a la rica herencia sefardí, a su sonora lengua de anclaje en épocas más dichosas, a sus costumbres arraigadas, a sus objetos amados, a su cultura milenaria. Los demás, llevan nombres hebreos, coquetean con su origen, lo ignoran, lo ocultan, lo admiran, lo mitifican. Poco más.

¡Qué habilidad narrativa la de Martínez de Pisón! Con su novela recorremos puntos geográficos de lo más disperso. Sus protagonistas viven y sufren los acontecimientos capitales de su país, o también de la localidad en la que residen. Sobreviven al incendio del hotel Corona de Aragón. Colaboran a la estampida de judíos de regreso al solar de los antepasados. Sufren el efecto de las guerras, de la posguerra.

Los personajes deambulan por ese tapiz de una España franquista, modelada por la dictadura, de señoritos y muertos de hambre, de militares y sotanas, una España gris y polvorienta, cateta y soñadora, la costa de los futuros vicios desarrollistas y corruptos, la profunda de las ciudades de interior, gloriosamente provincianas, sin olvidar a esos españoles de pro que empezaban a sentirse incómodos siendo minoría en tierras africanas bajo bandera española.

Y más allá de lo relevante, la cotidianeidad. Los hechos que nos marcan a todos los seres humanos, en el día a día. Las pequeñas miserias, el choque inevitable de caracteres, el trabajo que en nada nos destaca de otros tantos, la materia corriente de nuestras existencias, los motivos poco aleccionadores, la sencillez de cada hora que seguimos estando vivos. Esa es la magia de esta novela, todavía más que en anteriores de Martínez de Pisón, aunque algo ya masticable se encontraba en su anterior obra, “El día de mañana”. Por mucho que en ella, lo convencional se demostrara excepcional, en la muy personal manera de enfrentarse a las cosas de un protagonista charnego en Barcelona, una ciudad de pocos prodigios y mucha supervivencia, la de las famosas inundaciones, la de la llegada diaria de inmigrantes con una maleta de cartón llena de expectativas.






Zaragoza ya había sido escenario principal en “Dientes de leche”, la primera grandísima novela que he leído de Martínez de Pisón. Emocionaba la prodigiosa forma de entrecruzar Historia e historia. La pequeña historia del extranjero que se transforma en hijo adoptivo de la ciudad que le acoge, en marido de una valiente mujer, en padre de unos muchachos muy diferentes. La gran historia de unos soldados italianos que fueron embarcados en una guerra entre hermanos por un dictador enloquecido y megalómano, y de cuando muchos de ellos murieron sin haber vivido apenas en ese territorio desconocido y lejano. Y de ese choque de minúscula con mayúscula proviene la grandeza de este autor, porque entonces nos cuenta, y nos lo creemos de principio a fin, que ese buen signore representa hasta su defunción el papel de administrador honorífico del monumento a sus caídos compañeros.






Y antes llegó “Carreteras secundarias”, una narración que mucho debe de tener de cinematográfica para que haya sido llevada en dos ocasiones al celuloide. En el recuerdo, la road novel, el bildungsroman, todo lo que un adolescente merece y no consigue, lo que se le permite y lo que se le escapa. Un chico que aprende a vivir a empujones en un país que recorre sin criterios porque a su lado su padre quiere desaprender a vivir, y no puede.
 
 
 
Lectura obligatoria de instituto (“Dientes de leche” también), lo que supongo que algo debe de decir, pero que a fin de cuentas implica la temprana admiración que nuestro autor zaragozano hace mucho tiempo afincado en Barcelona, despertó enseguida entre los que tenemos o han tenido como profesión enseñar literatura. ¿Se puede enseñar semejante cosa? Se puede compartir la pasión por la lectura, leyendo. Se puede dar pistas del recorrido histórico de nuestros autores y sus obras. Se puede simplemente, disfrutar con la lectura de este narrador, sobradamente canónico ya, y lo que es más importante, lucidísimo contador de magníficas historias.

 

La reputación, hay que ganársela.

 




jueves, 25 de junio de 2015

Yo me edito, tú te editas, ella se edita…


 

Leía no hace mucho, en el estado en Facebook de un conocido escritor, lo que constituía una más de sus muchas invectivas, en este caso dedicada a los libros publicados en la modalidad de autoedición. Nuestro autor no ahorraba palabras bruscas para convencernos del agravio a la humanidad que esta práctica supone. Merece algunas reflexiones, sin duda.

No creo que con esta nefanda actividad se gaste más papel que el que las numerosas administraciones públicas de este país desperdician todos los días. El crimen ambiental es mayor en el caso de otros muchos delincuentes arrasa-bosques.

No todos los grandes autores, los del canon, los indiscutibles, lograron el éxito inmediato. Varios de los nombres más sonoros murieron en la miseria, y en el más profundo desconocimiento por parte de sus contemporáneos. Seguramente la autoedición de cualquiera de sus obras no habría, siquiera un poco, paliado esta situación, pero tampoco la habría agravado.

Los que se “autoeditan” no suelen tener repercusión alguna con sus libros. Hasta ahí queda limitado el daño, su tropelía. Si les leen unos cuantos amigos, unos pocos conocidos, y de reojo, hasta el editor, y con esta hazaña se sienten satisfechos, ¿a quién demonios hacen mal, señor escritor famoso y retorcido? No se muerda la ponzoñosa lengua, sería fatal.
 
 
 

Aprecio cuando mis alumnos tienen la autoestima alta. A mí mismo me habría gustado tener más confianza en este ser humano que soy yo, cuando tenía su edad. Creer en que el éxito llegará, y tener la seguridad de haber escrito algo imprescindible que más tarde o más temprano te publicarán, es muy loable. Ojalá le ocurriera a todos los que escriben. No es así, y no veo necesario que los editores a los que hacen llegar sus manuscritos les escriban largas cartas, misivas crueles en las que se enumeren los despropósitos cometidos en esos engendros que debieran permanecer inéditos para bienestar general, liberados todos de lo que maquinan esos escritorcillos desechables.

Al final, supongo que es verdad que a cada literato lo coloca la Historia en su sitio, aunque la lista de mediocres con un espacio en los libros de texto es demasiado larga. Genios, oiga, pocos. Los demás, escribidores con cierto talento, con obras discutibles, con alguna de considerable interés. Triunfar en un momento dado, halaga a quien lo hace, pero no le asegura un puesto en el Parnaso. Es todo mucho más relativo que los alegatos incendiarios (y repletos de mala baba) del buen señor al que me he estado refiriendo desde el principio. Quien lo sabe, lo reconoce.

Llévenle la contraria a gusto, ¡a editarse, a gozar, a hacer lo que pide el cuerpo! Que de estrecheces mentales, fanatismos varios, grisuras calvinistas, ya está demasiado lleno el mundo.

 

 

 

jueves, 4 de junio de 2015

El libro de las abuelas


¿Cómo es tu abuela? Y la tuya, ¿cómo era?

La mía era una mezcla de abuela cocinillas, costurera, guardasecretos, moderna a su manera, y más que tacaña, excelente administradora.

La diseñadora gráfica, ilustradora, artista para todo e incluso letrista de canciones, la sevillana Raquel Díaz Reguera, nos emociona con su libro “Abuelas de la A a la Z”, un compendio libérrimo, entusiasta y bellísimamente ilustrado por quien además aporta los textos, de un lirismo arrebatado, en un homenaje rotundo a todas las abuelas que han sido.
 
 
 
 

Mi abuela no tenía nada de bruja, aunque tenía un carácter poderoso y una personalidad firme como sus manos de luchadora. Mi abuela ni era preocupona ni tiquismiquis, eso sí, una perfeccionista al cien por cien, empeñada en conseguir sus objetivos: ocuparse de su hija y de sus nietos hasta el final de sus fuerzas, como así hizo –cuando tocó cuidarla, ni eso dejó que apenas hiciéramos, se marchó discreta, rauda, para no molestar, para que no nos dolieran más de la cuenta sus quejas-.

Háganse con este volumen, mis alumnos de 1º de ESO ya lo han disfrutado. Se han rendido a  sus deliciosas ilustraciones, a la disposición en besos, recuerdos, frases y dichos, mascotas, habitaciones ad hoc,  esencias y bolsillos. Todo lo que son las abuelas, para dejar después abiertas las ventanas a nuestra imaginación, porque cada una de nuestras vivencias a su lado se convierte en páginas de un diario fantástico, ensoñador, mágico.
 
 
 
 
 

Las abuelas de las ilustraciones rezuman sensibilidad, escapan de cualquier categorización, no son ni infantiles, ni juveniles, ni ñoñas, ni frías, ni únicamente cálidas, ni tampoco merecedoras de otro premio que la cara ronroneante del nieto al que curan “la pupa”.

Agradecer a Raquel Díaz, otra más de las numerosas estrellas de nuestro potente firmamento de la ilustración, haber escuchado nuestra petición silenciosa de ocuparse de esas figuras imprescindibles en la vida de tantos humanos. Si no hubiera publicado esta joya, le quedaría pendiente para siempre, y nosotros estaríamos un poco más huérfanos de amor de abuela. En serio, no se la pierdan.

 

 

miércoles, 3 de junio de 2015

No sólo de Literatura vive el hombre…


Últimamente, este pésimo lector de poesía no deja de acumular poemarios en el listado de “ya leídos”. ¿Milagroso? Simplemente, que metido a mi manera, tímida pero contundente, en el mundo de la publicación, me he encontrado con otros poetas y en el intercambio está la riqueza. Estoy convencido de que va a ser muy positivo el efecto en mi proceso escritor.

No he dejado nunca de leer narrativa. Me encanta que me cuenten una buena historia. Y ahora, además, están de moda los relatos cortos, o los “micro”, y como era de esperar, yo también he caído en su trampa de sirenas, hasta el fondo. Lo que no quiere decir que sean los únicos libros que merezca la pena leer. Suelo leer pocos ensayos. Algunos me atraen más que otros.
 
 
 
 

Me resultaría difícil catalogar “Atalaya. El Alto Aragón desde la atalaya”, un bellísimo recopilatorio de imágenes, muchas de ellas aéreas, de paisajes selectos de esa parte espectacular de la geografía aragonesa. Organizado el volumen a partir de los cuatro elementos, se amontonan en la retina hermosas fotografías acompañadas por textos habitualmente muy cortos, con cierto toque lírico, aparte de algunas citas alusivas. Es maravilloso constatar la incontestable belleza de nuestra tierra. La montaña, el llano, la roca y el agua, los contrastes, lo monumental, la presencia humana, la geología imponente, la emoción.






De la visión local a la universal. “Paseos inolvidables” resultó ser uno de esos libros de bastante convencional acercamiento a rutas recomendables por los lugares más fascinantes del mundo. Como ninguna aproximación es del todo inocente, sus autores anglosajones muestran evidentes inclinaciones (e incluso prejuicios) anglosajones.

El aparente equilibrio entre continentes y culturas, no se cumple cuando una cuarta parte de los itinerarios son por Europa y una tercera parte por lugares de habla inglesa. Nadie es perfecto. Los destinos, más que correctamente fotografiados, no serán todos los que son, pero son todos los que están.

A partir de un beso furtivo, es cuestión de buscar, uno por su cuenta,  más concreta información para abordar en un futuro una verdadera relación con esos parajes que se nos muestran desde una discreta ventana. Suena a una agradable labor que queda por emprender. Cuando vaya visitándolos, sabré si acertaron o no los autores al incluirlos en su “hit parade”.
 
 
 
 

¿Dónde colocar la guía oficial de uno de los más importantes museos que uno pueda visitar? En nuestra última visita a Madrid, caímos en que todavía no habíamos regresado al Prado desde que Moneo firmó su ampliación. Era una buena excusa para volver. Y una guía bien se puede considerar un apropiado “souvenir” para un “viaje” admirado y consciente a nuestra venerable pinacoteca.

Una manera de retener en papel lo que se logró ver, revisitar, o lo mucho que se nos escapó, que perdimos de vista. Con indicaciones al margen, entre sesudas y didácticas, que ayudan a contextualizar las obras recogidas, a comprenderlas y apreciarlas. Para sentirse orgulloso y algo desbordado, pues la nómina de genios es larga, y la de obras maestras muy considerable.

Se unirá en la estantería a otras guías, como la de la National Gallery, mi favorita. Que quede claro,  los anglosajones son maestros en muchos campos, y en el de la museografía no cabe duda de que lo son. Sus museos acogen a los visitantes de todas las maneras posibles, y hacen de la experiencia un goce absoluto.

No, no se puede vivir sólo de Literatura, o quizá es que la literatura es viajes, arte, vida a fin de cuentas.