martes, 30 de junio de 2015

Para buena reputación,… la de Ignacio Martínez de Pisón como narrador


Al terminar la lectura de “La buena reputación” (Seix Barral, 2014), me ocurre lo que no me había ocurrido tras la lectura de hasta cuatro novelas de mi admirado autor, que no me convence el final. No haré el “spoiler” del que hablaban mis alumnos en el club de lectura, no quiero privarles de descubrir por su cuenta los elementos narrativos para que concluyan por su cuenta lo que les parece el desenlace. A mí me ha resultado forzado, de alguna manera no fluye, como lo hacen las novelas de Martínez de Pisón. Intuyo que la intención era terminar con un tono lírico que fuera difuminando las líneas maestras de una narración-saga, para que confluyeran los motivos fundamentales, como un punto final que no es tal.
 
 
 
 

Me acerqué a la obra con la seguridad de que conocer el devenir de una familia judía me interesaría. En su momento leí “La herencia de Abraham Godina”, de Ivonne Gallán, una estimable novela histórica que retrata la vida de los judíos zaragozanos en los momentos previos a la ya cercana expulsión. Me ha interesado así mismo, algún ensayo sobre ese pueblo que compartió nuestro paisaje, que participó en la creación de nuestra identidad y que tan injustamente fue convertido en un miembro cercenado de este organismo que llamamos España. El devenir de la familia me cautivó. Objetivo cumplido. Lo de familia judía es otra cosa.

El hebraísmo en realidad está presente a lo largo de toda la novela. Una vez más, nuestro pasado africano, ese tabú contemporáneo que paso a paso va saliendo a la luz, ese protectorado del norte de Marruecos, ese Tetuán, y por extensión, ese reducto colonial: Melilla. La demostración novelada de la muy reciente creación de esta última como ciudad. Yo aventuraba una presencia más constante y estable de la minoría judía. Gracias a nuestro autor, averiguamos que los judíos de hoy testimonian un pasado cercano tumultuoso, complejo, con etapas sorprendentemente diversas.

Pero judíos, judíos, el pater familias que primero reniega de su ascendencia para ascender (valga la redundancia) socialmente, para posteriormente hundirse en un pseudofanatismo judaico más melancólico que otra cosa, y sobre todo sus dos hermanas. Con ellas nos asomamos a la rica herencia sefardí, a su sonora lengua de anclaje en épocas más dichosas, a sus costumbres arraigadas, a sus objetos amados, a su cultura milenaria. Los demás, llevan nombres hebreos, coquetean con su origen, lo ignoran, lo ocultan, lo admiran, lo mitifican. Poco más.

¡Qué habilidad narrativa la de Martínez de Pisón! Con su novela recorremos puntos geográficos de lo más disperso. Sus protagonistas viven y sufren los acontecimientos capitales de su país, o también de la localidad en la que residen. Sobreviven al incendio del hotel Corona de Aragón. Colaboran a la estampida de judíos de regreso al solar de los antepasados. Sufren el efecto de las guerras, de la posguerra.

Los personajes deambulan por ese tapiz de una España franquista, modelada por la dictadura, de señoritos y muertos de hambre, de militares y sotanas, una España gris y polvorienta, cateta y soñadora, la costa de los futuros vicios desarrollistas y corruptos, la profunda de las ciudades de interior, gloriosamente provincianas, sin olvidar a esos españoles de pro que empezaban a sentirse incómodos siendo minoría en tierras africanas bajo bandera española.

Y más allá de lo relevante, la cotidianeidad. Los hechos que nos marcan a todos los seres humanos, en el día a día. Las pequeñas miserias, el choque inevitable de caracteres, el trabajo que en nada nos destaca de otros tantos, la materia corriente de nuestras existencias, los motivos poco aleccionadores, la sencillez de cada hora que seguimos estando vivos. Esa es la magia de esta novela, todavía más que en anteriores de Martínez de Pisón, aunque algo ya masticable se encontraba en su anterior obra, “El día de mañana”. Por mucho que en ella, lo convencional se demostrara excepcional, en la muy personal manera de enfrentarse a las cosas de un protagonista charnego en Barcelona, una ciudad de pocos prodigios y mucha supervivencia, la de las famosas inundaciones, la de la llegada diaria de inmigrantes con una maleta de cartón llena de expectativas.






Zaragoza ya había sido escenario principal en “Dientes de leche”, la primera grandísima novela que he leído de Martínez de Pisón. Emocionaba la prodigiosa forma de entrecruzar Historia e historia. La pequeña historia del extranjero que se transforma en hijo adoptivo de la ciudad que le acoge, en marido de una valiente mujer, en padre de unos muchachos muy diferentes. La gran historia de unos soldados italianos que fueron embarcados en una guerra entre hermanos por un dictador enloquecido y megalómano, y de cuando muchos de ellos murieron sin haber vivido apenas en ese territorio desconocido y lejano. Y de ese choque de minúscula con mayúscula proviene la grandeza de este autor, porque entonces nos cuenta, y nos lo creemos de principio a fin, que ese buen signore representa hasta su defunción el papel de administrador honorífico del monumento a sus caídos compañeros.






Y antes llegó “Carreteras secundarias”, una narración que mucho debe de tener de cinematográfica para que haya sido llevada en dos ocasiones al celuloide. En el recuerdo, la road novel, el bildungsroman, todo lo que un adolescente merece y no consigue, lo que se le permite y lo que se le escapa. Un chico que aprende a vivir a empujones en un país que recorre sin criterios porque a su lado su padre quiere desaprender a vivir, y no puede.
 
 
 
Lectura obligatoria de instituto (“Dientes de leche” también), lo que supongo que algo debe de decir, pero que a fin de cuentas implica la temprana admiración que nuestro autor zaragozano hace mucho tiempo afincado en Barcelona, despertó enseguida entre los que tenemos o han tenido como profesión enseñar literatura. ¿Se puede enseñar semejante cosa? Se puede compartir la pasión por la lectura, leyendo. Se puede dar pistas del recorrido histórico de nuestros autores y sus obras. Se puede simplemente, disfrutar con la lectura de este narrador, sobradamente canónico ya, y lo que es más importante, lucidísimo contador de magníficas historias.

 

La reputación, hay que ganársela.

 




jueves, 25 de junio de 2015

Yo me edito, tú te editas, ella se edita…


 

Leía no hace mucho, en el estado en Facebook de un conocido escritor, lo que constituía una más de sus muchas invectivas, en este caso dedicada a los libros publicados en la modalidad de autoedición. Nuestro autor no ahorraba palabras bruscas para convencernos del agravio a la humanidad que esta práctica supone. Merece algunas reflexiones, sin duda.

No creo que con esta nefanda actividad se gaste más papel que el que las numerosas administraciones públicas de este país desperdician todos los días. El crimen ambiental es mayor en el caso de otros muchos delincuentes arrasa-bosques.

No todos los grandes autores, los del canon, los indiscutibles, lograron el éxito inmediato. Varios de los nombres más sonoros murieron en la miseria, y en el más profundo desconocimiento por parte de sus contemporáneos. Seguramente la autoedición de cualquiera de sus obras no habría, siquiera un poco, paliado esta situación, pero tampoco la habría agravado.

Los que se “autoeditan” no suelen tener repercusión alguna con sus libros. Hasta ahí queda limitado el daño, su tropelía. Si les leen unos cuantos amigos, unos pocos conocidos, y de reojo, hasta el editor, y con esta hazaña se sienten satisfechos, ¿a quién demonios hacen mal, señor escritor famoso y retorcido? No se muerda la ponzoñosa lengua, sería fatal.
 
 
 

Aprecio cuando mis alumnos tienen la autoestima alta. A mí mismo me habría gustado tener más confianza en este ser humano que soy yo, cuando tenía su edad. Creer en que el éxito llegará, y tener la seguridad de haber escrito algo imprescindible que más tarde o más temprano te publicarán, es muy loable. Ojalá le ocurriera a todos los que escriben. No es así, y no veo necesario que los editores a los que hacen llegar sus manuscritos les escriban largas cartas, misivas crueles en las que se enumeren los despropósitos cometidos en esos engendros que debieran permanecer inéditos para bienestar general, liberados todos de lo que maquinan esos escritorcillos desechables.

Al final, supongo que es verdad que a cada literato lo coloca la Historia en su sitio, aunque la lista de mediocres con un espacio en los libros de texto es demasiado larga. Genios, oiga, pocos. Los demás, escribidores con cierto talento, con obras discutibles, con alguna de considerable interés. Triunfar en un momento dado, halaga a quien lo hace, pero no le asegura un puesto en el Parnaso. Es todo mucho más relativo que los alegatos incendiarios (y repletos de mala baba) del buen señor al que me he estado refiriendo desde el principio. Quien lo sabe, lo reconoce.

Llévenle la contraria a gusto, ¡a editarse, a gozar, a hacer lo que pide el cuerpo! Que de estrecheces mentales, fanatismos varios, grisuras calvinistas, ya está demasiado lleno el mundo.

 

 

 

jueves, 4 de junio de 2015

El libro de las abuelas


¿Cómo es tu abuela? Y la tuya, ¿cómo era?

La mía era una mezcla de abuela cocinillas, costurera, guardasecretos, moderna a su manera, y más que tacaña, excelente administradora.

La diseñadora gráfica, ilustradora, artista para todo e incluso letrista de canciones, la sevillana Raquel Díaz Reguera, nos emociona con su libro “Abuelas de la A a la Z”, un compendio libérrimo, entusiasta y bellísimamente ilustrado por quien además aporta los textos, de un lirismo arrebatado, en un homenaje rotundo a todas las abuelas que han sido.
 
 
 
 

Mi abuela no tenía nada de bruja, aunque tenía un carácter poderoso y una personalidad firme como sus manos de luchadora. Mi abuela ni era preocupona ni tiquismiquis, eso sí, una perfeccionista al cien por cien, empeñada en conseguir sus objetivos: ocuparse de su hija y de sus nietos hasta el final de sus fuerzas, como así hizo –cuando tocó cuidarla, ni eso dejó que apenas hiciéramos, se marchó discreta, rauda, para no molestar, para que no nos dolieran más de la cuenta sus quejas-.

Háganse con este volumen, mis alumnos de 1º de ESO ya lo han disfrutado. Se han rendido a  sus deliciosas ilustraciones, a la disposición en besos, recuerdos, frases y dichos, mascotas, habitaciones ad hoc,  esencias y bolsillos. Todo lo que son las abuelas, para dejar después abiertas las ventanas a nuestra imaginación, porque cada una de nuestras vivencias a su lado se convierte en páginas de un diario fantástico, ensoñador, mágico.
 
 
 
 
 

Las abuelas de las ilustraciones rezuman sensibilidad, escapan de cualquier categorización, no son ni infantiles, ni juveniles, ni ñoñas, ni frías, ni únicamente cálidas, ni tampoco merecedoras de otro premio que la cara ronroneante del nieto al que curan “la pupa”.

Agradecer a Raquel Díaz, otra más de las numerosas estrellas de nuestro potente firmamento de la ilustración, haber escuchado nuestra petición silenciosa de ocuparse de esas figuras imprescindibles en la vida de tantos humanos. Si no hubiera publicado esta joya, le quedaría pendiente para siempre, y nosotros estaríamos un poco más huérfanos de amor de abuela. En serio, no se la pierdan.

 

 

miércoles, 3 de junio de 2015

No sólo de Literatura vive el hombre…


Últimamente, este pésimo lector de poesía no deja de acumular poemarios en el listado de “ya leídos”. ¿Milagroso? Simplemente, que metido a mi manera, tímida pero contundente, en el mundo de la publicación, me he encontrado con otros poetas y en el intercambio está la riqueza. Estoy convencido de que va a ser muy positivo el efecto en mi proceso escritor.

No he dejado nunca de leer narrativa. Me encanta que me cuenten una buena historia. Y ahora, además, están de moda los relatos cortos, o los “micro”, y como era de esperar, yo también he caído en su trampa de sirenas, hasta el fondo. Lo que no quiere decir que sean los únicos libros que merezca la pena leer. Suelo leer pocos ensayos. Algunos me atraen más que otros.
 
 
 
 

Me resultaría difícil catalogar “Atalaya. El Alto Aragón desde la atalaya”, un bellísimo recopilatorio de imágenes, muchas de ellas aéreas, de paisajes selectos de esa parte espectacular de la geografía aragonesa. Organizado el volumen a partir de los cuatro elementos, se amontonan en la retina hermosas fotografías acompañadas por textos habitualmente muy cortos, con cierto toque lírico, aparte de algunas citas alusivas. Es maravilloso constatar la incontestable belleza de nuestra tierra. La montaña, el llano, la roca y el agua, los contrastes, lo monumental, la presencia humana, la geología imponente, la emoción.






De la visión local a la universal. “Paseos inolvidables” resultó ser uno de esos libros de bastante convencional acercamiento a rutas recomendables por los lugares más fascinantes del mundo. Como ninguna aproximación es del todo inocente, sus autores anglosajones muestran evidentes inclinaciones (e incluso prejuicios) anglosajones.

El aparente equilibrio entre continentes y culturas, no se cumple cuando una cuarta parte de los itinerarios son por Europa y una tercera parte por lugares de habla inglesa. Nadie es perfecto. Los destinos, más que correctamente fotografiados, no serán todos los que son, pero son todos los que están.

A partir de un beso furtivo, es cuestión de buscar, uno por su cuenta,  más concreta información para abordar en un futuro una verdadera relación con esos parajes que se nos muestran desde una discreta ventana. Suena a una agradable labor que queda por emprender. Cuando vaya visitándolos, sabré si acertaron o no los autores al incluirlos en su “hit parade”.
 
 
 
 

¿Dónde colocar la guía oficial de uno de los más importantes museos que uno pueda visitar? En nuestra última visita a Madrid, caímos en que todavía no habíamos regresado al Prado desde que Moneo firmó su ampliación. Era una buena excusa para volver. Y una guía bien se puede considerar un apropiado “souvenir” para un “viaje” admirado y consciente a nuestra venerable pinacoteca.

Una manera de retener en papel lo que se logró ver, revisitar, o lo mucho que se nos escapó, que perdimos de vista. Con indicaciones al margen, entre sesudas y didácticas, que ayudan a contextualizar las obras recogidas, a comprenderlas y apreciarlas. Para sentirse orgulloso y algo desbordado, pues la nómina de genios es larga, y la de obras maestras muy considerable.

Se unirá en la estantería a otras guías, como la de la National Gallery, mi favorita. Que quede claro,  los anglosajones son maestros en muchos campos, y en el de la museografía no cabe duda de que lo son. Sus museos acogen a los visitantes de todas las maneras posibles, y hacen de la experiencia un goce absoluto.

No, no se puede vivir sólo de Literatura, o quizá es que la literatura es viajes, arte, vida a fin de cuentas.