miércoles, 26 de octubre de 2016

Viaje sin fin al principio de la noche


El poeta no es joven, no es viejo, la poeta lo es o no. Apabulla Loreto Sesma con su poemario  317 kilómetros y dos salidas de emergencia (Espasa, 2015), aunque pague el peaje que algunos considerarán inevitable de su inexperiencia. La felicito, algunos de los poemas del volumen son excelentes. Ahí es nada, cuando autores reputados que le triplican la edad zozobran con artefactos de dudosa credibilidad y nulo acierto, ella ha publicado con una editorial prestigiosa un poemario, que además ya es el segundo, con el que sale más que airosa del envite.





En el viaje, me quedo con la primera parte del volumen, la que titula Trayecto, con esos poemas en forma de kilómetros. Es allí donde se encuentran los versos más redondos, más depurados. Las otras partes se convierten entonces en accesorias, y he de decir que lamentablemente cada vez más prescindibles a medida que avanza el libro. No me convencen unos poemas epigramáticos que nada añaden. Me resultan demasiado obvios los poemas con nombre de ciudad. Me conquista esa primera parte en la que la voz poética es directa, auténtica, reconocible, inmediata. En una segunda parte, titulada Áreas de servicio, se desdibuja el trazo, se pierde el hilo, se desmadeja, nos desorientamos. Eso sí, nuestra joven Ariadna tiene mucho mérito.

 

“Últimamente me siento como

 

esa persona que ha hecho de una estación su casa,

que pasa por delante de cualquier escaparate y nunca se fija en lo que vende,

sino en su propio reflejo.

Como quien busca en el espejo

algún matiz,

algún gesto,

que hiciera cuando fuera pequeño

y busca

y busca

y busca

(pero nunca encuentra)

al niño que fue hace un tiempo.

 

Me siento como quien guarda una botella

para una fecha señalada,

y se da cuenta de que nunca vino,

que el vino

se ha hecho vinagre.

Como quien sigue intentando hacer las cosas bien

solo

por ver sonreír a su madre.

 

Como quien ha perdido la ilusión

porque le dijeron que toda magia implica truco.

como el imbécil que prefirió ser la fuerza del león

antes que la astucia del zorro

y al final,

una bella sonrisa con andares de bailarina

le acabó soplando en la boca para pedir un deseo.

Me siento como el poeta atrapado en su fraseo,

como la mujer arreglándose en el aseo

antes de acudir a una cena consigo misma.

 

Me siento como en una jaula sin barrotes,

como quien ve los aviones

como otro puto obstáculo

por el que no sale el sol;

como a quien le regalan flores

y pregunta

cuándo ha muerto.

Como el tuerto

al que nunca le preguntaron si se siente rey

en un mundo de ciegos,

como el enamorado que ya no cree en el amor.

 

Me siento como si sintiera

que ya no seré capaz de sentir

después de haber sentido tanto.

De haber amado tanto,

de haber llorado,

de haber reído,

de haber temido

y haber disfrutado tanto.

 

Me siento como la niña que se quedó

esperando a sus padres a la salida del colegio.

Y nunca

nadie

fue a buscarla.

Como el preso al que le ofrecieron la libertad,

pero por un beso

eligió la cárcel.

Como el verso que nunca fue poema

porque nadie tuvo el valor suficiente

para escribirlo.”

 

La escritura tiene mucho de técnica. Loreto Sesma se las arregla bien en este punto. Sus poemas están bien escritos, tienen un ritmo propio de las obras “en marcha”, de carretera y notas en el autobús, de paradas con coche en el arcén, de miradas dinámicas y certeras al fluir desenfrenado de la existencia. La escritura es crear un estilo propio. Este poemario resulta fresco, sincero, muy directo. Plantearé quizá, como tirón de orejas menor, lo innecesario de acudir en demasía a la palabra gruesa. Cuando lo requiere el momento dramático, cómo no; cuando se convierte en muletilla, jamás. Y si se me permite, así ocurre también con el recurrente recurso a la saliva, que en este volumen lo hace todo: cura, retiene, atrae, distingue, atropella, miente. Mucho más de lo que uno podía imaginar, o que incluso deseaba imaginar. Demasiada baba, la verdad.

Y ahora una reflexión de propina, ¿lo adivinan?, sobre los jóvenes poetas que venden. Estoy refiriéndome por supuesto al “fenómeno” del ya añoso (a sus esplendorosos treinta y siete años, y lo irán entendiendo) Marwan, pero también a Defreds (¿es tan joven como aparece en las fotos de su web?) y su masa de fans, o por supuesto a una más que sobradamente preparada Luna Miguel (crucen la ceja, y algún esfínter, por el asombro no más, al recorrer el currículum de esta talentosa editora y poeta de veinticinco añitos:

http://www.lunamiguel.com/p/biocv.html ) o así mismo a otros autores que desconozco por completo, y quienes, pese a su juventud ya han publicado al menos un libro, como Elvira Sastre, Sergio Carrión o Sara Bueno, tal y como se nos indica en este artículo de la Vanguardia, en el que se menciona también a nuestra autora zaragozana, la de esta entrada-reseña:


Sin recurso al pasmo me quedo al consultar el interesante blog de Ana Carrillo, y descubrir propuestas para una nómina de casi impúberes (rondan las veinte poéticas primaveras) y todavía (hasta ahora era lo esperable) inéditos poetas, que sin embargo se mueven como peces en las profusas aguas de las redes sociales:


No me pre-juicien, no pretendo ser cínico, ni descreído. No se trata de envidia de la mala. Me encantan estos chicos. Los adoro de principio a fin, como los del viaje, son ídolos que presentar a mis alumnos, materia en bruto para mis clases, motivadores… Que continúe el fluir de la poesía, se le atribuye muerte cerebral de cuando en cuando, nada más lejano de la realidad. Estos jóvenes y brillantes autores lo demuestran con sus creaciones.

 




 

martes, 4 de octubre de 2016

Desde el cuarto de atrás


 
Prologa desde la admiración, la edición que ha llegado a mis manos de la novela de Carmen Martín Gaite (Siruela, 2009), Gustavo Martín Garzo. Considera que se trata de tres cosas a la vez. Veamos.
 
 
 
 
 

Como novela fantástica, en mi opinión es un desastre, una pésima novela de ese género. Como ensayo, me quedo con la parte directamente relacionada con el repaso al pasado por parte de la autora, pues las páginas dedicadas al oficio de escribir resultan inconexas y no terminan de encajar del todo bien unas con otras. Es precisamente como libro de memorias, donde encuentro la genialidad de la obra.

¿Novela? Si llega a serlo, es fallida. Y sin embargo, es una obra digna de la admiración del prologuista (y de cualquier lector), de la atención hiperbólica que ha recibido por parte de los hispanistas y estudiosos del español en Estados Unidos, merecedora en resumen de haber entrado con rotundidad en el canon literario.

“[…] ¿por qué tenían que acabar todas las novelas cuando se casa la gente?, a mí me gustaba todo el proceso de enamoramiento, los obstáculos, las lágrimas y los malentendidos, los besos a la luz de la luna, pero a partir de la boda, parecía que ya no había nada más que contar, como si la vida se hubiera terminado; pocas novelas o películas se atrevían a ir más allá y a decirnos en qué se convertía aquel amor después de que los novios se juraban ante el altar amor eterno, y eso, la verdad, me daba mala espina.”

Comienza a percibirse un cierto “revisionismo” ante las pioneras. No, no se confundan, la primera mujer que llegó a la universidad, o la que ejerció de abogada cuando ninguna otra lo había hecho, o la que entró con su flamante acta de diputados en un Congreso donde nunca antes había habido mujeres representando al pueblo, esas y todas las otras primeras mujeres chocaron con los muros del prejuicio hasta el punto de convertirse en temerarias. Ellas abrieron el camino para que lo que ha venido después, siendo complejo, resultara más factible, más esperanzador.

Carmen Martín Gaite dice, pone en palabras, por primera vez, lo que hasta entonces no se había pensado, lo que no se había atrevido a escribir nadie, lo que resultaba horrísono para los bien pensantes, lo que hería susceptibilidades, lo que simplemente se consideraba inaceptable. Una mujer planteándose una vida más allá de los estrechos vericuetos del hogar, alejándose de la visión ñoña y romanticona, plantando cara. Una revolución. Necesaria.

“Mi madre no era casamentera, ni me enseñó tampoco nunca a coser ni a guisar, aunque yo la miraba con mucha curiosidad cuando la veía a ella hacerlo, y creo que, de verla, aprendí; en cambio, siempre me alentó en mis estudios, y cuando, después de la guerra, venían mis amigos a casa en época de exámenes, nos entraba la merienda y nos miraba con envidia. “Hasta a coser un botón aprende mejor una persona lista que una tonta”, le contestó un día a una señora que había dicho de mí, moviendo la cabeza con reprobación: “Mujer que sabe latín no puede tener buen fin”, y la miré con un agradecimiento eterno.”

En el libro hallamos muestras maravillosas de exhibicionismo impúdico de la intimidad de un escritor, de una escritora en este caso. Son esos recuerdos elevados a apuntes históricos. Esa crónica sentimental que redunda en social. Ese proyecto inacabado de reflejar los usos de una época, de testimoniar lo fronterizo con lo existencial. Una intelectual que se atreve a admitir que siente, que le desgarran los acontecimientos, los íntimos, los compartidos, los de ese glorioso movimiento que regía el país, la cotidiana miseria, el roído traje de un estado involucrado en crímenes contra sus ciudadanos, una dictadura más allá de la estructura orgánica, más allá.

“Siempre el mismo afán de apuntar cosas que parecen urgentes, siempre garabateando palabras sueltas en papeles sueltos, en cuadernos, y total para qué, en cuanto veo mi letra escrita, las cosas a que se refiere el texto se convierten en mariposas disecadas que antes estaban volando al sol. Es precisamente lo que me pasa cuando me despierto de un sueño: lo que acabo de ver lo abarco como un mensaje fundamental, nadie podría convencerme, en esos instantes, de que existe una clave más importante para entender el mundo de la que el sueño, por disparatado que sea, me acaba de sugerir, pero es moverme a buscar un lápiz y se acabó, ya nada coincide ni se mantiene, se ha roto el hilo que enhebraba las cuentas del collar. Y sin embargo, no escarmiento, por todas partes me sale al encuentro la huella de esos conatos inútiles, vivo rodeada de papeles sueltos donde he pretendido en vano cazar fantasmas y retener recados importantes, me agarro al lápiz ya por pura inercia, ¿comprende?, sé que es un vicio estúpido, pero me tranquiliza los nervios.”

Impresionante, de antología, el momento en que la protagonista se asoma a la caja tonta para asistir en persona al entierro de Franco. La sensibilidad de nuestra autora. ¿O es una demostración de que una mujer escribe diferente, siente diferente, capta la realidad de forma diferente? Disiento cuando se distingue entre literatura para mujeres y verdadera literatura, me agrede esa burda y sexista distinción. Otra cosa muy diferente es apreciar detalles y matices en lo que unos y otras pueden hacer. Y siempre desde la seguridad de que sólo hay dos literaturas: la buena y la mala, estén escritas por hombres o mujeres, por anglosajones o por indígenas aymaras, para lectores adolescentes o adultos. La sensibilidad de Carmen Martín Gaite decía, se aproxima a la figura de Carmencita Franco durante el funeral. La mira, nos la muestra, analítica, certera.

“Esa imagen significó el aglutinante fundamental: fue verla caminando despacio, enlutada y con ese gesto amargo y vacío que se le ha puesto hace años, encubierto a duras penas por su sonrisa oficial, y se me vino a las mientes con toda claridad aquella otra mañana que la vi en Salamanca con sus calcetines de perlé y sus zapatitos negros, a la salida de la Catedral. “No se la reconoce –pensé-, pero es aquella niña, tampoco ella me reconocería, hemos crecido y vivido en los mismos años, ella era hija de un militar de provincias, hemos sido víctimas de las mismas modas y costumbres, hemos leído las mismas revistas y visto el mismo cine, nuestros hijos puede que sean distintos, pero nuestros sueños seguro que han sido semejantes, con la seguridad de todo aquello que jamás podrá tener comprobación.” Y ya me parecía emocionante verla seguir andando hacia el agujero donde iban a meter a aquel señor, que para ella era simplemente su padre, mientras que para el resto de los españoles había sido el motor tramposo y secreto de ese bloque de tiempo, y el jefe de máquinas, y el revisor, y el fabricante de las cadenas del engranaje, y el tiempo mismo, cuyo fluir amortiguaba, embalsaba y dirigía, con el fin de que apenas se les sintiera rebullir ni al tiempo ni a él y cayeran como del cielo las insensibles variaciones que habían de irse produciendo, según su ley, en el lenguaje, en el vestido, en la músicas, en las relaciones humanas, en los espectáculos, en los locales. […] Se acabó, nunca más, el tiempo se desbloqueaba; había desaparecido el encargado de atarlo y presidirlo,…”

 Nuestra autora se para a mirar con atención el proceso de la escritura, la suya. Se detiene a observar con rigor de entomólogo la marcha de los tiempos de unos y otros a su alrededor. Reflexiones a la hora de seguir con la vida cotidiana, que no elude. Su hija no desaparece en el horizonte por exigencias del guion. El miedo, los miedos en realidad, los pequeños traumas, el paso convincente del tiempo en la medida de las tareas domésticas, la tremenda verdad de lo asumido, de la educación recibida, por la presión de los que erigen los axiomas morales, todo cabe en la punta de una pluma herida por la impresión al escribir.

Una habitación propia, que dijo aquella otra, el cuarto de atrás de la cochambrosa clase media hispánica, la cruda entereza que empuja a salir de la prisión de los prejuicios. Carmen Martín Gaite abre una ventana al aire fresco.