martes, 13 de diciembre de 2016

Despertar el relato, elevar la memoria a un homenaje


Nadie duda de la importancia de recordar, ni siquiera los cínicos desmemoriados de la ultraderecha de este estrambótico país nuestro, pero ellos a generales sanguinarios y cuñadísimos. Y además, uso convencido la fórmula, considero oportuno reivindicar un patriotismo que no sea patriotero, el de ellos, pues España no es patrimonio de los de la banderita omnipresente, y mucho menos de los del aguilucho.

Por España, por una tierra mejor para todos y cada uno, murieron un número desgarradoramente grande de idealistas y personas coherentes. Se les machacó en cárceles infames y se les dio el paseo, curas de mal agüero insultaron su dignidad, personajes de repugnante apego al poder y al abuso de autoridad se estiraron de sus bigotillos para alcanzar la cota máxima de desprecio al vencido. ¿Y por qué tendríamos que olvidar? Ni lo hacemos, ni lo vamos a hacer.

¡Qué rotunda sencillez en la prosa de Dulce Chacón cuando gestó esa conmovedora maravilla de La voz dormida (Santillana, 2002)! A menudo sobran los vericuetos de una falsa profundidad. Las claves intelectuales no tienen por qué disfrazarse de académicas. Se trata por cierto, de un brillante ejercicio de memoria histórica, de recordar a los que algunos interesadamente olvidaron.





Unos personajes bien planteados, tan de verdad que se pueden tocar, con cuatro pinceladas que son las necesarias. Una aproximación a la trama con las acciones que corresponden, que se atienen a los testimonios, a las pequeñas historias que elaboran la Historia auténtica, y no la de los volúmenes sesudos y grandilocuentes, no la mentirosa de los que apenas quieren sino justificar y justificarse. La humanidad de una lucha, por muy equivocada que estuviera, el batallar de las mujeres que aman, y de los hombres. En una sociedad prejuiciosa e imperfecta. Entre quienes entendían de veracidad, de sentimientos nobles, de cariño merecido y sincero. Lo demás, florituras.

¿Hemos de olvidar esa España de miseria, también moral, de estraperlo y sinvergüenzas, de cruel venganza, de analfabetismo? No olvidamos el tesón inconformista de quienes prefirieron aprender a leer y escribir, de los que no bajaron la cabeza para construir un mundo más justo, más igualitario. Esta España actual de autocensura, de cerebros lavados por medios de comunicación embrutecedores y alienantes, de atorrantes centros de consumo, esta España nos obliga a volver los ojos hacia los valientes de todos los tiempos, de los rebeldes de todas las épocas, para no tragar el veneno de los poderosos de siempre, ni sus mentiras rebozadas de falsa sensatez.

Fueron héroes y heroínas tan imperfectos como cualquiera. Fueron valientes que temían a la muerte, a dejar a los suyos, a perder a sus hijos, a renunciar a una vida más tranquila pero también más falsa. Y sin embargo, muchos y muchas de ellos se lanzaron hacia adelante, hacia el enemigo, hacia el abismo. Con lágrimas en los ojos, con dudas, con el temblor de piernas que intentarían disimular, con la seguridad de haber cometido mil errores, de haberle fallado a sus gentes, de haber intentado todo con la mejor disponibilidad. No eran de una pieza. Desde el día de hoy los podemos ver ingenuos, machistas, fanáticas, insensatas. Lo eran algunas, algunos más que otros, algunas todo, algunos desde la ignorancia, algunas con convencimiento.

Casi podemos percibir como susurros las voces de quienes le contaron a Dulce Chacón sobre sus pasos erráticos, sobre sus desventuras, sobre sus terrores nocturnos, sobre sus estómagos vacíos, sobre sus corazones llenos de pena. El vuelo de los libres sobre el firmamento que vigilaba las prisiones españolas, repletas de cada una de las existencias truncadas. La autora ha sabido reunir todas las piezas para crear esta trama que recogen tantas, demasiadas vidas. Escuchamos esos susurros encogidos por el espanto, por ese dolor que se mastica, por ese silencio tras los disparos. Atendemos a las indicaciones de la narración, directa, impresionante, preparados desde el principio para la muerte y la supervivencia.

Una hermana que recoge el testigo vital de su hermana, que entiende que su destino está en ese amor incondicional que es incapaz de no sentir, de no expresar. ¡Cómo no recordar los ojos azules de la protagonista, arrasados por unas lágrimas que ya no pueden salir de tanto vacío que le ha quedado en el alma! Y en el fondo de ese pozo de la Historia reciente de esta nación peregrina y acogotada, el eco de las noches en vela, la congoja de los que ganaron y perdieron, de los que perdieron y ganaron, de todas las viudas, de todas las víctimas.



Recordar para sentir el color de un calendario con la hoja fijada en un ayer sangriento. Recordar para entender, para no entender, para superar tanta desdicha, tanta mala entraña, tanta bofetada en la cara de un viento que no amaina.










jueves, 1 de diciembre de 2016

Releer para reencontrar y reencontrarse




Era joven entonces. Cuando El País todavía podía leerse, cuando merecía ser leído. Me da la nostalgia recordar esos suplementos pijos, para pijos progres y resto de población sin posibles. Soy de los que nos asomábamos a esas vidas envueltas en ropa de marca y nos sentíamos parte de ese nuevo país que avanzaba. Da nostalgia y duele. Sería por entonces, en el suplemento o en el periódico, en ese grueso volumen de los domingos de mi juventud, donde y cuando leería a alguno de esos intelectuales de pro, los de ceja erguida sobre la pasta de sus gafas con rayos fulminadores de la vulgaridad, donde y cuando les leí, a muchos de esos escritores y escritorcillos, que ya únicamente releían, que llevaban tiempo sin hacer otra cosa que releer.

Releer, ¡qué bello vocablo para guardar la esencia de la cretinez! Pues bien, releer he releído, y bien a gusto, mis “very best”, mis obras de cabecera, las que nunca, nunca me cansarán al recorrer sus páginas de nuevo: La vida es sueño, Luces de bohemia, Poeta en Nueva York. Releer porque sí, porque surge la oportunidad, por motivos laborales de profesor de Literatura, porque te da la gana, pero nunca para despreciar a los que escriben hoy, a los que escriben al mismo tiempo que tú, jamás para ratificarte y elevarte a la élite de los que sólo (sí, con tilde) leen a la élite, a los clásicos, a los grandes, a los que sí valen la pena. Snif. ¡Qué triste y apabullante puede ser la tontería!

Y he de reconocer que me costaba sacar de la estantería, en la que reposada y soberanamente acumulaba polvo, al García Márquez de Cien años de soledad. El libro que me enamoró de la literatura hispanoamericana del boom, el que me empujó en los brazos de Cortázar, de Carpentier, de Vargas Llosa, de los demás. Me daba respeto, me daba apuro perder, dejar atrás ese entusiasmo descubridor de la adolescencia.





Y no, no me apeo. Sigo considerando principales a los autores que siempre lo fueron. Me decían el otro día que la percepción sobre el Nóbel colombiano había cambiado, que ya no se le tenía en la misma estima. Interesante. A mí es verdad que no me convenció en absoluto Historia de un náufrago. Me encantaron las demás: El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Crónica de una muerte anunciada. Dejé de leerle durante años, tras terminar El amor en los tiempos del cólera, y tuvo que pasar mucho tiempo, hasta que en el club de lectura me enfrenté al viejo y a sus putas tristes, que por cierto me ha permitido leer la soledad de Macondo desde otra perspectiva, y otear al putañero que imagino siempre estuvo en nuestro latino de educación machista, y entorno adocenado y deplorable en tantos aspectos. No me asombra, simplemente me aporta información. Nuestros autores favoritos no son como quisiéramos que fueran, son sus obras, las maestras, las fundamentales, ellas son las que cuentan.

Aunque matizaré después, me reitero, Cien años de soledad es la obra maestra que yo recordaba. Y ahora la ha leído un hombre con más de treinta años de experiencia por encima de la que tenía aquel muchacho que la leyó en primer lugar. Y ahora la ha desmenuzado sin acritud y con el habitual poco rigor, este filólogo y ante todo amante de la lectura, con muchas más muescas en el historial. Este libro sigue sabiendo a rabiosa fortuna, la del escritor que tiene esa rara habilidad de crear un estilo y un mundo propios. Acertó García Márquez, podrá estar más de rabiosa actualidad, que no lo está; podrá tener más conexión con esta realidad nuestra, con este punto de vista del nuevo siglo, con el entender y aproximarse más de hoy, que no lo estará, pero lo cierto es que acertó.

Recuerdo haberme sumergido en ese océano léxico con la inestimable ayuda de una de esas ediciones entrañables de tapa dura de Cátedra, las académicas, las dirigidas a estudiantes y estudiosos. Un volumen que tomé prestado de aquella biblioteca novelera e irreal que algunos recordarán, la de la Plaza de los Sitios de Zaragoza, en esa ciudad todavía sin bibliotecas. Salió de aquel ascensor, de esa misteriosa conexión con un inframundo literario desconocido e inquietante, para que me lo entregara aquella funcionaria que me miraba siempre de reojo, sospechando de mis peculiares lecturas.

Tengo en la memoria haber recorrido sin pudor y con todo el entusiasmo por aprender de los quince años, esas notas a pie de página que aclaraban aspectos culturales y el significado de vocablos propios del español de aquellas tierras. En esta ocasión me ha bastado una edición, la que compré muchos años después, de bolsillo, sin introducción, sin apéndices aclaratorios, sin añadidos, con el texto original, sin más. ¡Qué prodigiosa la lengua del maestro! Inimitable de tanto ser imitada, y mal, rematadamente mal imitada.

Inventó el realismo mágico, pero por supuesto que no de la nada. He visitado América Latina en tres distintos viajes y he comprobado de primera mano que la naturaleza estuvo siempre ahí, pidiendo la creación de ese híbrido maravilloso entre lo verosímil y lo extravagante. Laura Esquivel le da su propio toque con Como agua para chocolate, deliciosa novela de los sentidos. Se aproximó al canon Isabel Allende con La casa de los espíritus, eso sí, no hablemos de lo que vino después, pues provoca sarpullidos y vergüenza ajena.







Esa realidad desmesurada, hiperbólica, se hallaba también en El siglo de las luces, (tenían que ser cien años) de Alejo Carpentier, novela histórica fuera de medidas genéricas que me capturó desde la primera página, y rabiosamente contemporánea de nuestro Macondo. Al realismo mágico lo intentaron descifrar desde la época de la colonia los perplejos intrusos europeos, por supuesto que sin éxito. Estaba ahí, en realidad, lo estuvo siempre. Y el mérito de haberle dado cuerpo y alma, de cifrarlo, de hacerlo único, es de García Márquez.

Me fascinaban esos personajes desmesurados, ese ciclo eterno de José Arcadios y Aurelianos, y todas esas mujeres de destino igualmente trágico, y ese cúmulo de secundarios de trayectoria corta o larga. Ahora puedo vislumbrar en ellos alusiones edípicas y no tan vagamente freudianas, en esa incestuosidad sugerente, prohibida y reiterada, en esas relaciones de desdichado onanismo social e íntimo. Las generaciones se suceden para cerrar una dinastía cuyo fracaso estaba anunciado.

Hay algo subterráneamente católico, indígena, telúrico, sobrenatural y epidérmico, todo a la vez y al mismo tiempo, en esta trama imposible de casas con vida propia, de vastos hogares como enormes seres antediluvianos. Continúo apreciando esa verbosidad que a simple vista es de un barroquismo adjetival, pero es que esta apreciación es engañosa, puesto que la secuencia del discurso es mucho más variada que todo eso. Se llama estilo, el inconfundible, el que permaneció en mis recuerdos. Esos fragmentos memorables. Y quizá ya no tanto los momentos deslumbrantes, como el de la muchacha elevándose entre sábanas a un más allá de delirante cielo. Todo excesivo, insisto, como esa realidad que lo inspiró.



Releer para saborear años de fértiles lecturas. ¡Queda tanto por leer!