miércoles, 26 de abril de 2017

Sobre August y su mundo entintado


Wonder               Charlotte tiene la palabra,  de R. J. Palacio (Nube de Tinta, 2016)









Historia de chica sobre sus historias de chicas, sobre su vida de chica. ¿Visión sesgada o simplemente apegada a la realidad? En los institutos creemos con firmeza en lo sano de reunir a los dos sexos. Sin duda lo es. Y luego, ellos y ellas hacen y deshacen a su antojo. Coinciden cuando les da la gana y en la medida en que lo consideran de interés. Muchos ellos por un lado. Muchas ellas por el suyo. Chispas de la sana mezcla que desearíamos, pero por supuesto, mucho menos de lo que esperaríamos. Y la cosa va tirando.

No nos engañemos. Una sociedad sexista produce comportamientos sexistas. Se casan los gays, pero el insulto favorito en los patios de recreo continúa siendo “maricón”. Las mujeres van luchando por lograr la igualdad, pero seguimos teniendo cuatro veces más chicos delegados de curso. Y mientras las chicas populares reciben la valoración de guarras, los chicos que lo son en su medida equivalente, se les eleva a la categoría de héroes y líderes del gallinero. Triste. Real.

Charlotte. August está, pero no está. No en su historia. No es su historia, es la de ella. Reconoce haber sido simpática con él, a petición del adulto, del director. No buena, como lo es Summer, buena y ya está, con el niño deforme. Una Summer a la que con esta nueva entrega de la saga conocemos más, mejor, en profundidad, desde los ojos de Charlotte, de otra manera, desde la camaradería de tres niñas radicalmente distintas, unidas por el amor al baile y al género musical.







La Charlotte, princesita de papá. La Charlotte que se desliza hacia una pubertad desatada, pero que todavía añora sus querencias infantiles. Esa Charlotte ni muy mala, ni muy buena. La Charlotte solidaria que recoge abrigos. La Charlotte humana que se preocupa por el cantante callejero que desaparece de repente de su esquina. La Charlotte aterrada por el qué dirán, la superficial, la criticona, la imperfecta. Todas ellas, que se acumulan para constituir a un ser imperfecto, imperfecto como cualquiera, con matices, con esquinas y rugosidades, lo mismo que ocurre con una persona de verdad.

Es cierto, me gustó mucho más La lección de August. Pero, ¡cómo la complementa! Puede resultarme desconcertante que una autora muestre la existencia insustancial de una niña infantiloide y muy a menudo, irritantemente ñoña. Claro, Summer, la hippy, la valiente, la independiente, esa es la modélica, la que no empaña nuestra visión sobre lo que debe ser una mujer. Y sin embargo, hay muchas más Charlotte por el mundo, en infinitas versiones de Charlotte, que chicas Summer.

Y ahí está el profundo acierto de R. J. Palacio. La autora de las iniciales, la del apellido sonoramente hispano. Una de esas nuevas yanquis. ¿Han caído en la cuenta de que las protagonistas de las series americanas, de las películas taquilleras, ya no son casi todas rubias, ni ostentosamente rubias. ¡Hacia un mundo globalizado con menos rubias, con Barbies negras, chicanas, indias, mulatas, mestizas! O mejor todavía, ¡hacia un mundo sin Barbies!

R. J. Palacio el otro día estaba en Barcelona. Podría haber firmado para mí y mis chicos uno de sus libros. La supongo de gira por Europa. No llego a ese grado de fanatismo literario. Me lamento más de no haber tenido ocasión de que Ignacio Martínez de Pisón no me rubricara su más reciente obra, Derecho natural, que estoy deseando leer. R. J. Palacio. La escritora que se atreve a decir en voz alta que nos hartamos de usar palabras que los niños no entienden, la novelista que tiene la convicción necesaria para estructurar su trama en capítulos breves porque se acercan al mundo adolescente de los impulsos múltiples, de los toques y de los momentos, de la intensidad y de la autenticidad. Por eso sus diálogos son tan vivos, frescos, creíbles, porque se producen entre niños, no entre niños con la voz del autor adulto y con sus palabras y su discurso.

Me parece que no me voy a resistir. Leeré alguna otra más de las entregas de esta saga, Wonder, entrañable y valiente. Me apetece más de ese mundo de August.









martes, 25 de abril de 2017

Libros mediocres, libros que decepcionan, libros malos. Para apreciar mejor los intensos, los principales, los excelentes


Empezaré con el rematadamente malo. Literati, de Barry McCrea (Destino, 2006). Asombra el hecho de su mera publicación. Resulta penoso el transcurso de una historia que apenas tiene nada, salvo un punto de partida ingenioso.





Podría pasar por una BildungsRoman, pero permanece muy lejos de cualquier cosa que se le parezca. Niño pijo de la “Ribiera irlandesa” (sic), vamos, de las zonas residenciales más acomodadas del gran Dublín, se enfrenta a la capital diversa y multicultural que se le ha escamoteado en su querido barrio. Negratas y pakis, maricas y bolleras desarmarizados. De acuerdo, el choque es tremendo. Parece que va a dar más de sí. No lo hace.

El autor, uno de esos “Literati” del título, uno de esos gafapastas de por aquí y de por estos tiempos, igual de pedante y con parecido subidón de autoestima al que de forma crónica están suscritos tantos intelectualillos vacuos que abarrotan el mundo académico de todos los países, no sabe muy bien por dónde tirar. Desde el principio. Hasta el final.

El autor acierta con esa anécdota inicial que no sabe desarrollar. Una tenebrosa trama de “illuminati” de los libros, un grupúsculo con apariencia de secta que descubre la manera de leer el futuro utilizando la lectura “libre” de fragmentos al azar de los libros de una biblioteca cualquiera. Acierta todavía más al retratar el submundo de los bares de ambiente homosexual, pero ni profundiza en esto último, ni sabe encarar lo supuestamente esotérico de las correrías de unos personajes desdibujados y anodinos. Lamentable.


Y saltaré a los libros que valen la pena. El resto de la clasificación, elijan entre los calificativos del epígrafe de esta entrada, la dejo para quienes los lean.


Balkan blues, de Petros Márkaris (Ediciones B, 2012). Mi segunda incursión en poco tiempo en la literatura escrita por narradores griegos. Se trata en esta ocasión de uno de los más felicitados autores del género negro y policiaco. Una colección de nueve relatos que anuncian y predicen el caos que vendría enseguida, muy poco tiempo transcurrido tras la redacción de esta obra, en el país helénico.






La Atenas de las Olimpiadas del despilfarro. La capital de los inmigrantes entre barreras, entre límites. La ciudad de los fastos, de la corrupción, del crimen organizado. Lo sórdido y lo grotesco, como en la mejor tradición de los clásicos menos honorables. Las peripecias de personas y un mundo que se ahoga en su propia respiración. Relatos breves, intensos. Pelín broncos, adustos. No muy atractivos. No fascinan. Sí convencen.


Continúo con ¡Llegaron!, de Fernando Vallejo (Alfaguara, 2015). El autor incómodo, el colombiano al que “marcharon” a México. Con otra extravagante, a menudo indigesta, casi patológica, desnortada obra; inclasificable en cuanto al género, indómita como él, genio y figura. Me impresionó ya con La puta de Babilonia (Seix Barral, 2009), demoledora y merecidísima crítica a la Iglesia Católica, ¡qué a gusto se queda uno cuando ve en letras de imprenta semejante cascada de pescozones a una institución radicalmente implicada en lo peor (también en lo mejor, pero de eso ya se encargan otros de pontificar) de lo que es capaz el ser humano! Señor Vallejo, cómo se lo agradezco.






Ahora se va a cebar con la familia, con esa otra institución, que como dice un buen amigo, es “escuela de enfermedad”. Tampoco va a ahorrar en calificativos. Mordaz, hiriente, desagradable, chusco. Repele, atrae, desborda, resulta humorístico, desprende ironía y resentimiento. Descoloca. ¿Qué tenemos después de todo en las manos? Si tan solo fuera un ajuste de cuentas con los dichosos, y menos dichosos, miembros –y “miembras”- de su consanguineidad; si se quedara en un surrealista y atrabiliario recuento de anécdotas, chascarrillos, dimes y diretes; si tan apenas fuera más que eso, no tendría el impacto que tiene en el lector.

Vallejo, para despreciarlo o enaltecerlo. Nunca el punto medio, nunca la tranquila balsa de la burguesa puta en su sudario final. Nunca.


Nos acercamos a lo sublime. Llegan las autoras. Ellas. Las que durante siglos fueron reprimidas, silenciadas, analfabetizadas, reducidas a lo animal, no, peor, eso es digno, a objetos de sumisión. Y resistieron. ¡Vaya si resistieron!


Extraños en un tren, de Patricia Highsmith (El País, 2004). Léanla. Sumérjanse en la serie negra elevada a lo extraordinario, a la lectura analítica, descarnada, brutal por directa, pura psicología de manual, y sociología, y el detalle de los diálogos, en su filología primigenia de los prejuicios, de la cultura subyacente, de la educación imbuida, de los temores fundamentales del ser humano. La literatura en estado de gracia.






La escritora que construye dos personajes varones que desmenuza a su antojo, verdaderos estandartes de la humanidad, poesía de la mediocre soledad de los instintos, entereza falsa de los rumores, grotesca rotundidad de lo que se construye desde los hábitos, desde la ciudadanía más hipócrita, superficial y verdadera. No puede ser más dura. Personajes, sociedad, mitos y reglas de conducta, arquitectura efímera y vulgar, todo pura abyección.

Al pasar las páginas nos asombra que la obra no fuera inmediatamente prohibida por ese país puritano en el que se criaron los votantes de payaso Trump. Sus patéticas muecas se ven dramáticamente reflejadas en las asfixiantes calles de la novela, en los encuentros sin rumbo, en la sucesión de escenas de un guiñol mareante en el que dos monigotes alucinados intentan, tan siquiera pretenden, manejarse como dueños de sus destinos.

Lean la carga erótica. Dos hombres que disimulan. Dos peleles que tienen sus roles, los que han asumido y los que les imponen. Reconozcan la carga insoportable de la homofobia interiorizada. Asuman que el asco de una relación destructiva, autodestructiva, infligidora de daños a los que rodean, a todos, a los inocentes o a los que nunca lo han sido, ese cargamento que pesa para hundir cualquier barco, no deja títere sin cabeza.


Last, but not least, nunca mejor dicho, la obra maestra, si es que la anterior no lo es también. Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, en traducción magnífica nada menos que de Carmen Martín Gaite (Alba, 2014). Temo no estar a la altura del momento. A la altura de lo que significaron las Brontë (con ganas ahora, después de este encuentro admirable, de revisar atentamente Jane Eyre, de Charlotte; así como de descubrir Agnes Grey y La inquilina de Wildfell Hall, de la, para mí, hasta hace muy poco absolutamente desconocida Anne).







¿De dónde sacaron las fuerzas estas tres mujeres extraordinarias? Emily parece ser la más salvaje de las tres. No desmerece de ello su libro. Lo que sus contemporáneos podían pensar al leerlo creo que se nos escapa por completo. Si todavía asombra la libertad con la que se enfrenta a personajes y situaciones, en la época, y en cuanto se enteraron de la autoría femenina, el escándalo tuvo que ser mayúsculo.

Una mujer que se atrevía a poner una palabra tras otra para reflejar unas relaciones endogámicas y viciadas, en una Inglaterra profundísima y detestable, húmeda y pegajosa, de restricciones, de querencias poco sólidas, de una fe superficial e hipócrita, de unos requerimientos morales insostenibles por vacíos, incomprensiblemente en pie, mientras el Imperio se batía para conseguir la supremacía por encima de ese bastidor de cartón.

Sin maquillaje. Sin costuras. Como la poesía ruda y desvalida de la propia novelista. Y pensar que las tres hermanas primero se inventaron un mundo de fantasía, idealizado y protector. Para enfrentarlo con las sombras de ese otro en el que realmente vivían y padecían, en el de los frufrús de sus vestidos largos, en el de las neumonías y la tuberculosis, la falta de higiene y la escasa alimentación, en el de las apariencias y los demonios naturalizados, en el de su entorno, en el único que realmente conocían.

Y hubo algunos que pensaron que las mujeres no tenían nada que contar (lamentablemente los hay, ciegos y sordos, burros con orejeras, que continúan sosteniendo que lo que puedan contar las mujeres solo a ellas puede interesar), altos jerarcas de la cultura que argumentaban sin pudor que las hembras no sabrían contarlo.

Bastó con que un padre recto y consecuente con sus propias creencias, otorgara a sus tres hijas el acceso a las letras y a las lecturas. Lo demás vino con su talento natural. Solo puedo imaginarme (y disfrutar con) esa escena gloriosa de tres muchachas escribiendo sus ingentes obras en la cotidiana salita de su casita pequeñoburguesa.

En esa Inglaterra en la que la persecución a los homosexuales creó a gigantes como Wilde, o un huraño machismo a creadoras y predecesoras de otras tantas, como nuestras autoras, pero también a Jane Austen o Mary Shelley. Mujeres con el apellido del marido, escribiendo tan bien o mejor que él. Mujeres publicando con seudónimo masculino, y escribiendo mejor que tantos varones.

Libros. Libres.