Empezaré con el rematadamente
malo. Literati, de Barry McCrea
(Destino, 2006). Asombra el hecho de su mera publicación. Resulta penoso el
transcurso de una historia que apenas tiene nada, salvo un punto de partida
ingenioso.
Podría pasar por una
BildungsRoman, pero permanece muy lejos de cualquier cosa que se le parezca.
Niño pijo de la “Ribiera irlandesa” (sic), vamos, de las zonas residenciales
más acomodadas del gran Dublín, se enfrenta a la capital diversa y
multicultural que se le ha escamoteado en su querido barrio. Negratas y pakis,
maricas y bolleras desarmarizados. De acuerdo, el choque es tremendo. Parece
que va a dar más de sí. No lo hace.
El autor, uno de esos “Literati”
del título, uno de esos gafapastas de por aquí y de por estos tiempos, igual de
pedante y con parecido subidón de autoestima al que de forma crónica están
suscritos tantos intelectualillos vacuos que abarrotan el mundo académico de
todos los países, no sabe muy bien por dónde tirar. Desde el principio. Hasta
el final.
El autor acierta con esa anécdota
inicial que no sabe desarrollar. Una tenebrosa trama de “illuminati” de los
libros, un grupúsculo con apariencia de secta que descubre la manera de leer el
futuro utilizando la lectura “libre” de fragmentos al azar de los libros de una
biblioteca cualquiera. Acierta todavía más al retratar el submundo de los bares
de ambiente homosexual, pero ni profundiza en esto último, ni sabe encarar lo
supuestamente esotérico de las correrías de unos personajes desdibujados y
anodinos. Lamentable.
Y saltaré a los libros que valen
la pena. El resto de la clasificación, elijan entre los calificativos del
epígrafe de esta entrada, la dejo para quienes los lean.
Balkan blues, de Petros Márkaris (Ediciones B, 2012). Mi segunda
incursión en poco tiempo en la literatura escrita por narradores griegos. Se
trata en esta ocasión de uno de los más felicitados autores del género negro y
policiaco. Una colección de nueve relatos que anuncian y predicen el caos que
vendría enseguida, muy poco tiempo transcurrido tras la redacción de esta obra,
en el país helénico.
La Atenas de las Olimpiadas del
despilfarro. La capital de los inmigrantes entre barreras, entre límites. La
ciudad de los fastos, de la corrupción, del crimen organizado. Lo sórdido y lo
grotesco, como en la mejor tradición de los clásicos menos honorables. Las
peripecias de personas y un mundo que se ahoga en su propia respiración.
Relatos breves, intensos. Pelín broncos, adustos. No muy atractivos. No
fascinan. Sí convencen.
Continúo con ¡Llegaron!, de Fernando Vallejo (Alfaguara, 2015). El autor
incómodo, el colombiano al que “marcharon” a México. Con otra extravagante, a
menudo indigesta, casi patológica, desnortada obra; inclasificable en cuanto al
género, indómita como él, genio y figura. Me impresionó ya con La puta de Babilonia (Seix Barral, 2009),
demoledora y merecidísima crítica a la Iglesia Católica, ¡qué a gusto se queda
uno cuando ve en letras de imprenta semejante cascada de pescozones a una
institución radicalmente implicada en lo peor (también en lo mejor, pero de eso
ya se encargan otros de pontificar) de lo que es capaz el ser humano! Señor
Vallejo, cómo se lo agradezco.
Ahora se va a cebar con la
familia, con esa otra institución, que como dice un buen amigo, es “escuela de
enfermedad”. Tampoco va a ahorrar en calificativos. Mordaz, hiriente,
desagradable, chusco. Repele, atrae, desborda, resulta humorístico, desprende
ironía y resentimiento. Descoloca. ¿Qué tenemos después de todo en las manos?
Si tan solo fuera un ajuste de cuentas con los dichosos, y menos dichosos,
miembros –y “miembras”- de su consanguineidad; si se quedara en un surrealista
y atrabiliario recuento de anécdotas, chascarrillos, dimes y diretes; si tan
apenas fuera más que eso, no tendría el impacto que tiene en el lector.
Vallejo, para despreciarlo o
enaltecerlo. Nunca el punto medio, nunca la tranquila balsa de la burguesa puta
en su sudario final. Nunca.
Nos acercamos a lo sublime.
Llegan las autoras. Ellas. Las que durante siglos fueron reprimidas,
silenciadas, analfabetizadas, reducidas a lo animal, no, peor, eso es digno, a
objetos de sumisión. Y resistieron. ¡Vaya si resistieron!
Extraños en un tren, de Patricia Highsmith (El País, 2004). Léanla.
Sumérjanse en la serie negra elevada a lo extraordinario, a la lectura
analítica, descarnada, brutal por directa, pura psicología de manual, y
sociología, y el detalle de los diálogos, en su filología primigenia de los
prejuicios, de la cultura subyacente, de la educación imbuida, de los temores
fundamentales del ser humano. La literatura en estado de gracia.
La escritora que construye dos
personajes varones que desmenuza a su antojo, verdaderos estandartes de la
humanidad, poesía de la mediocre soledad de los instintos, entereza falsa de
los rumores, grotesca rotundidad de lo que se construye desde los hábitos,
desde la ciudadanía más hipócrita, superficial y verdadera. No puede ser más
dura. Personajes, sociedad, mitos y reglas de conducta, arquitectura efímera y
vulgar, todo pura abyección.
Al pasar las páginas nos asombra
que la obra no fuera inmediatamente prohibida por ese país puritano en el que
se criaron los votantes de payaso Trump. Sus patéticas muecas se ven
dramáticamente reflejadas en las asfixiantes calles de la novela, en los
encuentros sin rumbo, en la sucesión de escenas de un guiñol mareante en el que
dos monigotes alucinados intentan, tan siquiera pretenden, manejarse como
dueños de sus destinos.
Lean la carga erótica. Dos
hombres que disimulan. Dos peleles que tienen sus roles, los que han asumido y
los que les imponen. Reconozcan la carga insoportable de la homofobia
interiorizada. Asuman que el asco de una relación destructiva, autodestructiva,
infligidora de daños a los que rodean, a todos, a los inocentes o a los que
nunca lo han sido, ese cargamento que pesa para hundir cualquier barco, no deja
títere sin cabeza.
Last, but not least, nunca mejor
dicho, la obra maestra, si es que la anterior no lo es también. Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, en
traducción magnífica nada menos que de Carmen Martín Gaite (Alba, 2014). Temo
no estar a la altura del momento. A la altura de lo que significaron las Brontë
(con ganas ahora, después de este encuentro admirable, de revisar atentamente Jane Eyre, de Charlotte; así como de
descubrir Agnes Grey y La inquilina de Wildfell Hall, de la,
para mí, hasta hace muy poco absolutamente desconocida Anne).
¿De dónde sacaron las fuerzas
estas tres mujeres extraordinarias? Emily parece ser la más salvaje de las
tres. No desmerece de ello su libro. Lo que sus contemporáneos podían pensar al
leerlo creo que se nos escapa por completo. Si todavía asombra la libertad con
la que se enfrenta a personajes y situaciones, en la época, y en cuanto se
enteraron de la autoría femenina, el escándalo tuvo que ser mayúsculo.
Una mujer que se atrevía a poner
una palabra tras otra para reflejar unas relaciones endogámicas y viciadas, en
una Inglaterra profundísima y detestable, húmeda y pegajosa, de restricciones,
de querencias poco sólidas, de una fe superficial e hipócrita, de unos
requerimientos morales insostenibles por vacíos, incomprensiblemente en pie,
mientras el Imperio se batía para conseguir la supremacía por encima de ese
bastidor de cartón.
Sin maquillaje. Sin costuras.
Como la poesía ruda y desvalida de la propia novelista. Y pensar que las tres
hermanas primero se inventaron un mundo de fantasía, idealizado y protector.
Para enfrentarlo con las sombras de ese otro en el que realmente vivían y
padecían, en el de los frufrús de sus vestidos largos, en el de las neumonías y
la tuberculosis, la falta de higiene y la escasa alimentación, en el de las
apariencias y los demonios naturalizados, en el de su entorno, en el único que
realmente conocían.
Y hubo algunos que pensaron que
las mujeres no tenían nada que contar (lamentablemente los hay, ciegos y
sordos, burros con orejeras, que continúan sosteniendo que lo que puedan contar
las mujeres solo a ellas puede interesar), altos jerarcas de la cultura que argumentaban
sin pudor que las hembras no sabrían contarlo.
Bastó con que un padre recto y
consecuente con sus propias creencias, otorgara a sus tres hijas el acceso a
las letras y a las lecturas. Lo demás vino con su talento natural. Solo puedo
imaginarme (y disfrutar con) esa escena gloriosa de tres muchachas escribiendo
sus ingentes obras en la cotidiana salita de su casita pequeñoburguesa.
En esa Inglaterra en la que la
persecución a los homosexuales creó a gigantes como Wilde, o un huraño machismo
a creadoras y predecesoras de otras tantas, como nuestras autoras, pero también
a Jane Austen o Mary Shelley. Mujeres con el apellido del marido, escribiendo
tan bien o mejor que él. Mujeres publicando con seudónimo masculino, y
escribiendo mejor que tantos varones.
Libros. Libres.
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