Con Jodido Joyce
(Millenniars, 2015), última novela de Chusa Garcés, en mente.
¿Y ya podemos estar seguros de que Joyce no es la exitosa
creación de un grupo de intelectuales americanos, bajo la sombra protectora de
alguna de sus prestigiosas universidades? Son demasiadas coincidencias.
Novelista de origen cadencioso, irlandés no tan irlandés, de
lengua materna inglesa desde los arrabales del imperio, experimento por el
experimento, superado ya el arte por el arte; microcosmos elevado por la magia
de la mercadotecnia a mito e hito, incluso antes de que los gafapastas lo
adoptaran como salvador.
Joyce ha puesto de acuerdo de una forma milagrosa tanto a los
mercachifles de la arrogancia académica, como a los nuevos cultos, aunque
ninguno se lo lea en realidad. Abundan los adláteres del gran desconocido, su
gran obra bufa consiste en argumentar, con la debida prepotencia, retumbantes
soflamas joyceanas, y sí, nadie percibirá la quimera, demasiadas páginas y
demasiado tedio para terminar ese “tocho” del Ulises. Los que sí lo hemos leído, sabemos bastante mejor de lo que
hablamos.
Y en Joyce está la meta, después de todo. En su (ya se ve,
casi) incontestable magisterio. Es el modelo a seguir, la veta inacabable para
el principiante, para el modesto “redactaletras”, para el consagrado monstruo.
Para todos. Aunque no vayamos en peregrinación a Dublín. Y a todo esto,
regresando a la obra de Chusa Garcés, ¿un manual para escritores? El auténtico manual
viene sobradamente detallado en las páginas que desglosan las miserias y las
poco rotundas grandezas de los protagonistas de Jodido Joyce. Los personajes para nuestra autora son líneas
discontinuas, atisbos de la belleza que queremos intuir, la que nos muestra
cada cual en su existencia, una materia inestimable para narrar.
Garcés nos va asomando a ese mundo literario personal, el
mismo que ha ido elaborando y reelaborando desde que publicó Las pérdidas rojas (Pregunta, 2012),
pasando por esa vuelta de tuerca que suponía Amor, blanco roto (Pregunta, 2013), hasta esta nueva entrega de su
personal circo de equilibrios y muerte, de malabares y entereza, de sosiego y
fracaso. El crecimiento estilístico de su prosa es indudable. Porque nos sigue
lanzando ráfagas, en el pasado de ametralladora, ahora de viento. Un vendaval a
menudo desolador y helado, si bien en otras muchas ocasiones, la tormenta resulte
ser germen de lo que en todos los seres vivos permanece de esperanza y
coherencia.
Regresamos así, a la seguridad de esos límites que con
nombres ya conocidos (de entregas anteriores), o por conocer, van trazando las
líneas maestras de ese edificio que por fortuna nuestra escritora se ha
empeñado en levantar. Lo recurrente se convierte en esencial, y los giros
entonces se tornan el cauce para ese fluir de la prosa en una novela que vuelve
a estar compuesta por una sucesión de relatos y microrrelatos. Tenemos
fácilmente la impresión de que se sobrevuelan los géneros con la intención de
borrarlos y emborronarlos: docudrama, reportaje literario, lírica sin versos;
en un vaivén, que nos va acunando hasta el desenlace, que no es tal.
Y a la pregunta del principio, a la de más adelante,
contestar que por supuesto la técnica se puede aprender, que es de rigor contar
con buenos maestros, que el Joyce del canon es una ficción tan acertada como
las del irlandés, o no. En la labor de la escritura, una mota es un obstáculo
insalvable, y la querencia todo el empuje necesario para abordar mil retos. En
este batallar exiliado del texto que está por crear, cualquier migaja de
sabiduría se aprovecha sin dudar y por demasía.
Y siempre nos quedará la redención por la lectura.