¿Me he preguntado por qué leo según qué libros? ¿Se lo han
preguntado por ahí? Dado que son millones los libros que uno podría leer, quizá
millones sea aventurado, dejémoslo en muchos miles, no es baladí plantearse
cuáles deben ser los criterios para realizar la selección de los escasos (por
mucho que uno lea, admitámoslo) afortunados.
Libros alimenticios son para mí, por empezar con algo, los
que leo por mi trabajo.
Recientemente me he entregado a la falta de descubrimiento de
apenas nada en Marina, de Carlos Ruiz
Zafón (Booket, Planeta, 2012). Previsible, entretenido, repetitivo tras la
lectura de El príncipe de la niebla,
y en otro apartado de lectura, el del lector que se asoma con precaución a los
“superventas”, La sombra del viento.
Ocurre a menudo con muchos artistas que se apuntan al “estribillo exitoso”, a
la fórmula que les ha hecho vender infinito número de copias, ¿les suena Isabel
Allende? Abandonan la magia de la novedad, pretendiendo ser fieles a su estilo,
para continuar enganchados al carro de los ganadores. Pues eso. Es lo que
encontramos en esta entrega más de una trilogía de niebla. Más personajes anacrónicos,
de poco sutil anclaje en la novela gótica, remedos de la atmósfera del Fantasma de la Ópera, en una Barcelona
que siempre atrae.
Mucho más interesante, qué duda cabe, efectuar nuevas
incursiones en el mundo teatral español contemporáneo, para responder con
sensatez a la pregunta: ¿qué me recomendarías leer? Desde luego, Cuatro corazones con freno y marcha atrás,
de cabeza. La obra de Enrique Jardiel Poncela (Vicens Vives, 2006), con unas
ilustraciones delicadas de Francisco Solé, que nos transportan a los patrones
de otras épocas. Permanece como el trago de aire fresco que supuso en su
momento. Recuerdo haberla visto hace muchos años, en su versión Estudio Uno de Televisión Española,
haberme quedado con el interrogante básico que a todo ser pensante plantea esta
obra: ¿resistiríamos a la fatal
ocurrencia de ser inmortales?
El autor despelleja sin pudor a los tiranos del prejuicio,
desenmascara los convencionalismos que nos atenazan como seres humanos, nos
hace comprender que el paso del tiempo forma parte de nuestro mero existir. Una
inteligente propuesta que a pesar de todo, sufre a su manera el efecto de la
pátina en la manera de entender la escena y lo que se sube a ella, pero un
clásico más, y no precisamente uno cualquiera.
Académica es desde luego, la lectura que hago de Teatro
breve, con tres obrillas de José Luis Alonso de Santos, Ángel Camacho y
Jorge Díaz; Dos sainetes, de Fernando
Arrabal, y finalmente, La zapatera
prodigiosa, de Federico García Lorca (todas ellas Everest, 2000). ¡Qué
difícil seleccionar obras dramáticas que puedan ser del interés de los alumnos,
y más todavía si las han de representar!
Me quedo con Lorca, por mucho que se trate de una obra menor,
en ella se perciben sin pulir los grandes dramas que en otras piezas sí
desarrollará. Se intuye el amor por la tradición teatral secular, la honda raíz
popular de su personal, única, genial aproximación a la literatura, el embrujo
con el que sus personajes entonan más que dicen, cantan más que hablan. El
resto de obras se me antojan fallidas. El enemigo al que se invita a hacer
picnic. Las situaciones surrealistas del gusto de Arrabal. La brevedad que no
llega a ser intensa, ni compleja, ni emocionante. Personajes planos, pocos
méritos para seleccionar unas piezas.
Lecturas que nos sirven, que nos aportan nutrientes
mineralizantes. ¡No se vayan, que todavía hay más!
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