Disculpen el arranque melancólico. Tras la aproximación con
el club de lectura de la Biblioteca de Zuera a la novela de Eduardo Mendoza, La ciudad de los prodigios (Seix Barral,
1986). Un arranque a la vez pasional y meditado. Me duele el horizonte más bien
cercano de la pérdida de Barcelona. Entiéndanme, aunque se convierta en la
capital de un país extranjero, podrá seguir siendo tan mía como me antoje que
lo sea. Pero no será lo mismo.
Yo también la viví oscura, en un primer encuentro
perfectamente olvidable, gris y fría como la del protagonista, Onofre Bouvila.
Poco acogedoras suelen resultar a menudo las grandes urbes, y todavía menos si
el clima no acompaña. Yo, al menos no iba con la intención de establecerme
allí, como ese campesino con ambiciones, o mejor dicho, ese payés que resulta tan ajeno a la ciudad
como lo fueron siempre los otros miles de charnegos que irían llegando en
constante aluvión al corazón de Cataluña.
En visitas posteriores, mi Barcelona creció hasta conquistarme.
Como a Onofre. Es bella y contundente, desabrida y coqueta, recatada y
libertina, ruinosa y chic, contradictoria, deliciosamente contradictoria. Y por
eso me gusta. Me encantan sus alturas, sus desvíos, los rincones secretos que
se resisten a ser reconocidos. Me enamoró así mismo, a través de los ojos de
aquella película de Almodóvar, la del hospital del Mar, la del cementerio
encaramado al abismo, la de las ramblas del desamor y de la soledad.
Que nadie lo dude, los de fuera han construido Barcelona en
semejante medida a como lo hicieron los enraizados en esa tierra durante cien
generaciones. Nosotros, cada uno y entre todos, modelamos el destino del lugar
que habitamos, lo nutrimos y lo perfilamos. Es nuestro. Y la Barcelona nuestra,
es la de los lectores de Marsé, o de Vázquez Montalbán, del Terenci Moix en
castellano, y de tantos otros escritores que para recrearla se han expresado en
la lengua de Cervantes, que la vivieron desde este mismo lado de una frontera
que por desgracia, por la cerrazón de unos y otros, van a acabar levantando.
Mendoza es un genio. Se disipa, se multiplica, renace, se
dispersa, regresa, se pierde y al final, claro, gana. Me costó entrar en la historia
previsible del “trepa”, en su prosa de recovecos y remansos, pero también de
meandros mareantes. ¡Qué dominio del léxico! La trama tiene su intríngulis,
aunque en realidad lo que parece contar es mucho más la libertad con la que
asumir retos discursivos, el desafío una vez más a los géneros, entregarse con
fruición a disfrutar de cada frase, de la ironía, de los huecos en la magia de
una realidad que se absorbe, se retiene y se regurgita. Insensato y creativo al
máximo.
De lo que más me ha convencido de esta obra, los frecuentes
excursos parafraseando la historia de la ciudad. La oficial y la otra. De expo
a expo, y tiro de la burguesía porque me toca. Políticos corruptos, autoridades
sin autoridad, un rey de figura endeble, una sociedad en permanente crisis,
miseria, riqueza pésimamente repartida,… ¿Les suena? Supongamos que estamos
hablando de la España sin gobierno de hoy. Más, añadamos las veleidades de un
progreso imparable, del nuevo rico de turno, de las mafias, de los días sin fin
para un mundo que acaba repitiéndose en un ciclo inabarcable.
La vida misma.
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