Era joven entonces. Cuando El País todavía podía leerse, cuando merecía
ser leído. Me da la nostalgia recordar esos suplementos pijos, para pijos
progres y resto de población sin posibles. Soy de los que nos asomábamos a esas
vidas envueltas en ropa de marca y nos sentíamos parte de ese nuevo país que
avanzaba. Da nostalgia y duele. Sería por entonces, en el suplemento o en el
periódico, en ese grueso volumen de los domingos de mi juventud, donde y cuando
leería a alguno de esos intelectuales de pro, los de ceja erguida sobre la
pasta de sus gafas con rayos fulminadores de la vulgaridad, donde y cuando les
leí, a muchos de esos escritores y escritorcillos, que ya únicamente releían,
que llevaban tiempo sin hacer otra cosa que releer.
Releer, ¡qué bello vocablo para
guardar la esencia de la cretinez! Pues bien, releer he releído, y bien a
gusto, mis “very best”, mis obras de cabecera, las que nunca, nunca me cansarán
al recorrer sus páginas de nuevo: La vida
es sueño, Luces de bohemia, Poeta en Nueva York. Releer porque sí,
porque surge la oportunidad, por motivos laborales de profesor de Literatura,
porque te da la gana, pero nunca para despreciar a los que escriben hoy, a los
que escriben al mismo tiempo que tú, jamás para ratificarte y elevarte a la
élite de los que sólo (sí, con tilde) leen a la élite, a los clásicos, a los
grandes, a los que sí valen la pena. Snif. ¡Qué triste y apabullante puede ser
la tontería!
Y he de reconocer que me costaba sacar
de la estantería, en la que reposada y soberanamente acumulaba polvo, al García
Márquez de Cien años de soledad. El
libro que me enamoró de la literatura hispanoamericana del boom, el que me empujó en los brazos de Cortázar, de Carpentier, de
Vargas Llosa, de los demás. Me daba respeto, me daba apuro perder, dejar atrás
ese entusiasmo descubridor de la adolescencia.
Y no, no me apeo. Sigo
considerando principales a los autores que siempre lo fueron. Me decían el otro
día que la percepción sobre el Nóbel colombiano había cambiado, que ya no se le
tenía en la misma estima. Interesante. A mí es verdad que no me convenció en
absoluto Historia de un náufrago.
Me encantaron las demás: El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Crónica de una muerte anunciada. Dejé de leerle durante años, tras terminar El
amor en los tiempos del cólera, y tuvo que pasar mucho tiempo, hasta que en
el club de lectura me enfrenté al viejo y a sus putas tristes, que por cierto
me ha permitido leer la soledad de Macondo desde otra perspectiva, y otear al
putañero que imagino siempre estuvo en nuestro latino de educación machista, y
entorno adocenado y deplorable en tantos aspectos. No me asombra, simplemente
me aporta información. Nuestros autores favoritos no son como quisiéramos que
fueran, son sus obras, las maestras, las fundamentales, ellas son las que
cuentan.
Aunque matizaré después, me
reitero, Cien años de soledad es la
obra maestra que yo recordaba. Y ahora la ha leído un hombre con más de treinta
años de experiencia por encima de la que tenía aquel muchacho que la leyó en
primer lugar. Y ahora la ha desmenuzado sin acritud y con el habitual poco
rigor, este filólogo y ante todo amante de la lectura, con muchas más muescas
en el historial. Este libro sigue sabiendo a rabiosa fortuna, la del escritor
que tiene esa rara habilidad de crear un estilo y un mundo propios. Acertó
García Márquez, podrá estar más de rabiosa actualidad, que no lo está; podrá
tener más conexión con esta realidad nuestra, con este punto de vista del nuevo
siglo, con el entender y aproximarse más de hoy, que no lo estará, pero lo
cierto es que acertó.
Recuerdo haberme sumergido en ese
océano léxico con la inestimable ayuda de una de esas ediciones entrañables de
tapa dura de Cátedra, las académicas, las dirigidas a estudiantes y estudiosos.
Un volumen que tomé prestado de aquella biblioteca novelera e irreal que
algunos recordarán, la de la Plaza de los Sitios de Zaragoza, en esa ciudad todavía
sin bibliotecas. Salió de aquel ascensor, de esa misteriosa conexión con un
inframundo literario desconocido e inquietante, para que me lo entregara
aquella funcionaria que me miraba siempre de reojo, sospechando de mis
peculiares lecturas.
Tengo en la memoria haber
recorrido sin pudor y con todo el entusiasmo por aprender de los quince años,
esas notas a pie de página que aclaraban aspectos culturales y el significado
de vocablos propios del español de aquellas tierras. En esta ocasión me ha
bastado una edición, la que compré muchos años después, de bolsillo, sin
introducción, sin apéndices aclaratorios, sin añadidos, con el texto original,
sin más. ¡Qué prodigiosa la lengua del maestro! Inimitable de tanto ser
imitada, y mal, rematadamente mal imitada.
Inventó el realismo mágico, pero
por supuesto que no de la nada. He visitado América Latina en tres distintos
viajes y he comprobado de primera mano que la naturaleza estuvo siempre ahí,
pidiendo la creación de ese híbrido maravilloso entre lo verosímil y lo extravagante.
Laura Esquivel le da su propio toque con Como
agua para chocolate, deliciosa novela de los sentidos. Se aproximó al canon
Isabel Allende con La casa de los
espíritus, eso sí, no hablemos de lo que vino después, pues provoca
sarpullidos y vergüenza ajena.
Esa realidad desmesurada, hiperbólica,
se hallaba también en El siglo de las
luces, (tenían que ser cien años) de Alejo Carpentier, novela histórica fuera de medidas genéricas que
me capturó desde la primera página, y rabiosamente contemporánea de nuestro
Macondo. Al realismo mágico lo intentaron descifrar desde la época de la
colonia los perplejos intrusos europeos, por supuesto que sin éxito. Estaba
ahí, en realidad, lo estuvo siempre. Y el mérito de haberle dado cuerpo y alma,
de cifrarlo, de hacerlo único, es de García Márquez.
Me fascinaban esos personajes
desmesurados, ese ciclo eterno de José Arcadios y Aurelianos, y todas esas
mujeres de destino igualmente trágico, y ese cúmulo de secundarios de
trayectoria corta o larga. Ahora puedo vislumbrar en ellos alusiones edípicas y
no tan vagamente freudianas, en esa incestuosidad sugerente, prohibida y
reiterada, en esas relaciones de desdichado onanismo social e íntimo. Las
generaciones se suceden para cerrar una dinastía cuyo fracaso estaba anunciado.
Hay algo subterráneamente
católico, indígena, telúrico, sobrenatural y epidérmico, todo a la vez y al
mismo tiempo, en esta trama imposible de casas con vida propia, de vastos
hogares como enormes seres antediluvianos. Continúo apreciando esa verbosidad
que a simple vista es de un barroquismo adjetival, pero es que esta apreciación
es engañosa, puesto que la secuencia del discurso es mucho más variada que todo
eso. Se llama estilo, el inconfundible, el que permaneció en mis recuerdos.
Esos fragmentos memorables. Y quizá ya no tanto los momentos deslumbrantes,
como el de la muchacha elevándose entre sábanas a un más allá de delirante
cielo. Todo excesivo, insisto, como esa realidad que lo inspiró.
Releer para saborear años de
fértiles lecturas. ¡Queda tanto por leer!
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