¿Hacia dónde he estado mirando, que me estaba perdiendo a un
grande de la literatura en español? Rafael Chirbes forzosamente ha de ser
canónico un día no muy lejano, aunque sólo sea por “Crematorio”(Anagrama,2007),
que como he indicado más arriba, es una crónica de esos años desmadrados de una
España de inmobiliarias, una visión del asunto despiadada y acertadísima, que
me pareció pura inspiración de principio a fin de su lectura.
¿En qué se distingue una obra maestra, o a un nivel más
abajo, una que se quede en sólo excelente,
o incluso la que consideremos simplemente destacable? En los últimos tiempos,
me he vuelto un lector implacablemente egoísta, lo que más aprecio es que la
historia esté bien contada. De ahí, que nunca haya apreciado gran cosa las
obras experimentales. Lo moderno por lo moderno, lo abigarrado y original que
no se entiende, o bien por ser obtuso o por ser vacuo, ni frío ni calor. Quizá,
como mucho, valoraré desde el punto de vista técnico, de filólogo, y reconoceré
el atrevimiento, el riesgo, la novedad. En otras palabras, son libros que me
aburren, que no me transmiten.
Nada que ver con esta novela de Chirbes. Está magníficamente
bien escrita. Funciona como una acumulación de voces: las de los protagonistas,
las de los secundarios de lujo, las de los señores y las de los empleados, las
de los que son de la familia y las de los amigos; también las de los hoy, a su
manera, atosigados individuos que fabricaron, a conciencia, (o por qué no, que simplemente
se beneficiaron de ella) esa burbuja que al final, como estaba previsto,
estalló.
Chirbes es grande porque los grandes son capaces de mostrar y
analizar, y diseccionar, lo divino, y especialmente lo humano. Su aproximación
a la naturaleza masculina es tan certera que casi agrede:
“…; y él, lidiando con capataces de
mala hostia, que lo primero que te dicen es lo de que a mí no me ha dicho nadie
eso en la puta vida. Me estás llamando inútil y aquí el único inútil que hay
eres tú. Dicen cosas así esos albañiles amargados, que viven en la casa que no
quieren, se han casado con la mujer que no quieren, tienen hijos que no
quieren. No saben otra canción: A mí eso no me lo ha dicho nadie en la vida.
Temen las palabras, porque una palabra los tumba de forma más contundente que
un puñetazo, te corta, te hiere, te aplasta, es cuchillo, es maza. Gente que se
pasa el día amargada, acomplejada. Que no follan o no saben follar; que follan
con las putas porque les da asco hacerlo en casa; que piensan que no valen un
duro, y a cualquier cosa que les dices creen que se lo estás diciendo para
joderlos, para dejarlos con el culo al aire, porque los tomas por gilipollas;
que los estás llamando inútiles, poco hombres, lo que sea que ellos consideran
lo peor; y te gritan, porque saben que lo son, saben que son gilipollas, que
como hombres no valen un duro, y así, a gritos, están convencidos de que
conseguirán que la cosa se quede en secreto; que como nadie se atreve a
decírselo, nadie lo va a pensar, pero lo piensan todos, todo el mundo lo
piensa, lo piensan unos de otros, y lo piensan de sí mismos; ellos, siempre a
punto de saltar.”
¿Puede haber un diagnóstico mejor para mucha de la hombría que
anda en circulación? Más adelante, vuelve a arremeter contra ese ser
prehistórico que asoma desde el interior de tantos hombres de hoy, y a la vez
que desmonta, conscientemente o no, el patriarcado, también pone en ridículo el
pensamiento políticamente correcto, lo
biempensante, eso que a menudo se califica vanamente de “civilización”:
“Piensa: Dónde se te ha quedado todo
eso. Ahora eres rico, pero no te queda casi nada, estás arañando lo poco que te
queda, eres infinitamente más pobre, y has conseguido tener dos pollas. Eso sí,
puedes follarte a tu madre, matar a tu padre. Puedes tener actividades. Son las
opciones y los deseos de un ser activo. Meterla donde sea. Las esposas, las
madres, toda esa milonga de las esposas y las madres, de las que son putas y
las que no lo son. Collado se lo decía a Sarcós: a los hombres nos gusta la
guarrería. Es así. Somos unos cerdos, nos gusta meterla donde otro la ha
metido, ¿qué, si no, buscamos todos los puteros?, ¿por qué nos vuelven locos
las casadas? Chapotear en la misma charca en la que chapotean los demás tíos.
Medirte la polla con ellos. Sarcós, yo creo que la mitad de los puteros somos
amariconados. Yo mismo. Parece que te gustan más si se las folla otro. Si no
fuera eso, a quién se le ocurriría meterse a hociquear entre los restos que han
dejado los demás. Comerle el chocho a una puta que acaba de bajar de que se la
meta otro. Comunicarse a través de ese hueco que todos visitan, meter la
batidora en esa coctelera. Piensa Collado en su madre debajo de la barriga de
un borracho flaco y peludo que la embiste con el rabo lleno de babas. Mi padre,
mi madre. Igual que cerdos. Todos. En las casas hay una habitación con una cama
de matrimonio: el prostíbulo, el puticlub está dentro de casa.”
Existen tantas masculinidades como hombres habitan este
planeta, pero no creo ser el único que ha sufrido por no haber encajado en
aquella en la que mi entorno me sugería entrar como otro más. En la casa de mi
tío abuelo barbero, antes de subir a la sala donde ejercía su profesión, a ese
lugar con olor a loción, a rancio, a pasado, sobre las baldosas hidráulicas,
sentado en uno de los enormes asientos de barbería, tuve que tragarme lo de que
no conocían “macho que no se afeitara todos los días”, sin oportunidad -ni tampoco
don de la oportunidad- que rebatiera lo que desde el principio mismo me pareció
penoso, el sufrimiento de la piel irritada. La pereza que sigo sintiendo, y
recientemente he solucionado con una barba a la moda, es esa holgazanería de
quien se resiste a lijarse la cara con semejante asiduidad, y desde luego jamás
con complacencia. Nunca he comprendido esa genitalidad borrosa e indiscutible,
nunca manejé bien ciertos conceptos, que no necesitaban palabras por ser
herencia rabiosa de generaciones anteriores de hombres, seres humanos sin
conciencia de estar castigados a ser hombres, aferrados a vidas sin matices,
sin reflexión propia.
“A mi abuelo lo afeitaron después de
muerto en su habitación. Yo tenía seis o siete años, y oí cómo uno de mis tíos
le decía a mi padre que había llegado el barbero que iba a afeitarlo. Desde que
oí aquello, pasaba ante la barbería y pensaba que aquellos hombres con la
cabeza levantada, mirando en dirección al techo, y con la cara cubierta de
jabón, tenían algo de cadáveres. La barbería me parecía un lugar de viejos,
banco de pruebas de la muerte, aquellos paños luminosos que se iban cubriendo
de pelos. Los que aguardaban turno antes de sentarse en los sillones
articulados me pasaban la seca palma de la mano por el cogote, me pellizcaban
la mejilla. Alguno hasta me acercaba su boca deforme a la cara para besarme. No
entendía por qué mi padre dejaba que me hicieran eso. Cuando el peluquero me
ponía sobre el pescuezo la maquinilla, sentía el frío de los dedos metálicos.
Pasado el tiempo, la vieja barbería, con su olor de tabaco, del floid que les
aplicaban a los clientes después del afeitado, con el grato calor que salía de
las toallitas húmedas con que cubrían la cara de los clientes, me pareció un
refugio. Durante mis años de estudiante en Madrid la echaba de menos, y, cada
vez que volvía de vacaciones, me organizaba el tiempo para permitirme alguna
relajada sesión de afeitado, los ojos cerrados, las toallas tibias, el olor de
floid.”
Un grande se aproxima sin reparos a lo cotidiano, en la magia
del día a día se manifiesta también la belleza. Un grande no nos aturde con su
sapiencia, no es necesariamente el erudito ubicuo e intragable, lo hace todo más
sencillo, más directo, como esa vida que retrata, en cualquier pensamiento a
propósito de lo que sea. Nada más falso y arbitrario que lo barroco. Mis ojos
se pierden en el “marasmo paroxístico del ornamento”. Chirbes repasa con cuatro
o cinco nombres básicos todo lo que tiene que decir. No abusa de los términos,
los ajusta, les da su uso, hace que encajen, son la forma de eso que desea
plantear. Abre la puerta, deja ver el interior, aunque sea para que nos
asfixiemos por culpa de una atmósfera cerrada y sin oxígeno. Vacía la
habitación, y sentimos que estamos dentro de la trama.
“Realidad. Una palabra que sirve para
explicarlo todo, para justificarlo todo. Los bragueros con que el Volterra les
cubrió el sexo a las figuras que había pintado Miguel Ángel expresan la
realidad del tiempo que sucedió al del pintor. Al fin y al cabo, Miguel Ángel y
Rafael entraron a saco en lo que habían hecho Perugino, Pinturicchio y Sodoma:
cada época tiene sus principios de realidad. En Roma, en Grecia, en el
Renacimiento, el cuerpo tenía una frescura matinal, y en el barroco, en cambio,
una turbiedad de carnes mal ventiladas que había que escamotear, rozarse con
ellas sólo en la oscuridad. La ropa defiende, en el barroco, de lo fétido, de
lo sucio, de lo enfermo, mientras que la desnudez renacentista exalta lo
hermoso, lo saludable. Las ideas lo impregnan todo, la carne del Renacimiento
es carne que acaba de salir del baño, que vive; la del barroco es carne
mugrienta, condenada a morir; la vida barroca, veloz carrera hacia la muerte…”
Chirbes o ha viajado, o ha sabido viajar, o ha aprendido a leer
en los viajes de otros, o ha conseguido recrear lo que esos viajes significan
para uno, para sí y para todos. En esta novela que nos ocupa, el viaje parte de
una ciudad que se intuye mediana, venida a más con las hordas de turistas y
segundos residentes, que hasta parece cosmopolita. El viaje no necesita
llevarnos a ningún lejano confín, sino a nosotros mismos y a nuestros enigmas
vitales, pues solemos ser inalcanzables a menudo. En el trayecto se pasa por
los puntos intermedios de existencias que tienen sus miserias y sus brillos,
que se antojan similares a las de los lectores, a la del propio autor y a la de
sus conocidos. Se desprecia a quien cree viajar y en realidad se queda en su
ombligo. Se materializa el verdadero viaje, el que descubre, el que reconstruye
la propia identidad, ése que tiene como objetivo reconocerse en el otro,
distinguir los conocimientos adquiridos de los realmente vividos, uno que
retorna al principio más pleno y equilibrado. Uno intenta aprender a reconocer
las joyas, se equivoca, se deja guiar o no, se topa con piezas falsas,
retrocede para dar un gran salto, calcula y cree conocer, siente que la cultura
propia se queda pequeña, se deja llevar admirado por la belleza del arte que
visitan todos, como por aquella otra que tan sólo unos pocos tienen la
sensibilidad de encontrar.
“Mi sobrino nos habló de un viaje
largo, todo medido, calculado, contrarreloj, con vuelos y hoteles reservados de
antemano, programado al milímetro desde hacía meses. Ernestito lo explicó así:
Ya que se cruza el charco, aprovechar el tiempo. Al menos capturar un destello
de esa inmensidad, de la diversidad americana. Un viaje estimulante, concluyó.
Habló de constantes extremos, de arriba y abajo, de todo y nada. Me resultó
curioso escucharlo. Para ese monetarista furibundo, el viaje sigue siendo una
experiencia romántica, y le permite hablar como lo hacen los locutores cursis
de los reportajes de la tele, metiendo entre topónimo y topónimo un par de
palabras bien armadas de sílabas, palabras esdrújulas, y remontadas por unos
cuantos superlativos.”
“Amparo, la madre de Silvia, fue la
que planeó el último viaje que hizo con él, para el que se marcó en su
cuadernito tres lugares de Francia que no conocían: el Retablo de Issenheim en
Colmar, Notre Dame du Haut en Ronchamp, y las salinas de Arc-et-Senans, ese
proyecto utópico del iluminado de Ledoux, de quien, por otra parte, apenas ha
quedado obra hecha, sólo dibujos: sueños, pesadillas. “À la recherche de trois
bijoux”, anotó en la primera página del cuadernito que se llevó con ella, y en
el que, en esta ocasión, apenas escribió algunas frases sueltas. En los viajes
anteriores escribía en el coche, en los veladores de los cafés; y, por la
noche, cuando Rubén y Silvia ya se habían acostado, ella se quedaba escribiendo
hasta tarde en la habitación del hotel. Le gustaba tomar notas de todo.
Consultar esos cuadernos, sacarlos cuando discutían acerca de algo, para
encontrar en las notas tomadas sobre el terreno un principio de autoridad.”
Retablo de Issenheim en Colmar.
Notre Dame du Haut en Ronchamp.
Las salinas de Arc-et-Senans.
Cómo no compartir lo que he disfrutado con esa
materialización del panoli “gafapasta” viajero. Tanto como con la
ridiculización de los recién llegados al lujo, de arribistas groseros y demás
ralea de nuevos ricos. Con sus bocas rebosantes de palabras que apenas saben
pronunciar, en lenguas que desarticulan y babosean. Los y las amantes de “Guci”,
de un Moschino o un Versace literales, de la tontería más pazguata y
nauseabunda. Chirbes observa con deleitación, y regurgita esa realidad que
inundó todos los rincones de este país desmemoriado. Quienes deberían rescatar
a otros de la miseria en la que vivían sus ancestros, o ellos mismos no hace
mucho, se unen alegremente a las generaciones anteriores de sucedáneos de
burgués, abarrotando con sus horteras fisonomías los concesionarios de coches
de lujo, y aquellos templos del consumo más exhibicionista. Si a algunos pocos
se les pierde algo en una galería de arte, o en un anticuario, es por lo que
dicen de que es buena inversión, y seguramente acabarán adquiriendo a un precio
exorbitado lo que el avispado vendedor les endilgue. Es la España casposa de
Belén Esteban. Nos merecemos casi todo lo que está ocurriendo.
“Mónica dice que le gustan las
joyerías de la Place Vendôme, las tiendas de la rue Sainte-Anne, de la rue de
la Paix (se le llena la boca con la ri-de-la-pé, y la plas-vandón como a todas
las fulanas del mundo con pretensiones se les llenan las bocas desde hace
doscientos años cuando cuentan que han comprado chucherías de lujo en alguna
tienda de esas calles y plazas: palabras de Silvia), del Faubourg Saint-Honoré
(tentonoré: lo pronuncia de un modo que parece taiwanés). A Mónica le gustan
las fuentes con muchas ninfas y faunos que echan agua por la boca o por la
punta de la flauta, Versalles, el Schönbrunn de Viena (chenbú: pronuncia como
si citara una marca de chocolates de los años cincuenta o algo así, dice
Silvia, muy afro-caribeño, como de libro de Carpentier: “Ecué yamba O”). Le
gustan las fachadas con adornos, los ringorrangos, cariátides y atlantes, las elegancias
de puta, de cocotte, que decían los clásicos del género sicalíptico: las
lámparas con muchos caireles, las cortinas con muchos flecos.”
Cuando esta crisis nuestra de cada día enfrenta a la “casta”,
engendro abominable del finiquitado régimen del 78, (bendito Podemos que ha
puesto en palabras lo que muchos ya intuíamos), enfrenta digo a los
mercachifles de la democracia con grupos organizados de rebeldes con causa,
queda la impresión de que lo que nos ha contado Chirbes en su novela es más
real que la vida misma, una vida que a menudo se nos escapa por los agujeros
que practican en nosotros mismos nuestras obsesiones. Me quedo con las ganas de
que se ocupe, si es que no lo ha hecho ya y a tiempo estoy siempre de
descubrirlo, de que se despache con estos tiempos nuestros del pos-pelotazo, de
saborear lentamente su análisis demoledor y exhaustivo. Un análisis que se
antoja imprescindible, el de esta indolencia de los muchos, de este renuncio de
bastantes de los que tendrían las herramientas para salir del agujero, de la
indignante sensación de impunidad de los pocos que nos arruinan y se hacen más
ricos.
A por la siguiente obra de este autor clarividente.