viernes, 22 de mayo de 2015

De estaciones perdidas, y algo más sobre clubes de lectura



Mi experiencia con los clubes de lectura se ha enriquecido este año, en realidad este curso, pues los profesores tendemos a organizar nuestra vida de septiembre a junio, con el arranque del club de lectura para chicos de 1º de ESO del IES Gallicum de Zuera. No ha podido ser algo más positivo.

Chus Juste, la bibliotecaria de Zuera que nos ofreció el local que tan admirable y creativamente gestiona, para celebrar nuestros pequeños encuentros en torno a un libro, y yo mismo, no dábamos crédito cuando en la primera sesión trece chicos y chicas expresaban con énfasis y sin descanso, su emoción tras la lectura de Los Juegos del Hambre, de Suzanne Collins.
 
 
 

Si su selección denotaba una cierta inclinación por los libros exitosos y de lectura fácil, su entusiasmo en la segunda sesión, por una novela igualmente reconocida aunque considerablemente más compleja, La lección de August, de R. J. Palacio, nos ha vuelto a dejar sin palabras. Nada puede ser más satisfactorio para quienes creemos en la animación a la lectura, incluso durante esa compleja etapa de la adolescencia, que asistir conmovidos al intercambio de opiniones, gustos, reflexiones y vivencias, los que aquella tarde se compartieron en la Biblioteca Municipal de Zuera.
 

 

¿Por qué participar en un club de lectura? Entiendo a quienes consideran el acto de sumergirse en un libro como algo personal, íntimo e intransferible. Lo es. Lo que no me parece que esto sea incompatible con la lectura compartida de una selección de obras, y a lo largo de un tiempo, con una cierta frecuencia.

Como integrante del Club de Lectura de la Biblioteca de Zuera, me he aproximado a obras que desconocía por completo, y que seguramente jamás habría leído de otra manera (El olvido que seremos, de Héctor Abad; Mal de escuela, de Daniel Pennac; El sol de los Scorta, de Laurent Gaudé); de cuando en cuando he leído “Grandes Ventas” que no me atraían nada, y que por mucho que sigan sin parecerme gran cosa, no carecieron de atractivo (Vive como puedas de Joaquín Berges, o Palmeras en la nieve, de Luz Gabás);  también yo he propuesto obras que me parecían interesantes y que pudieron gustar más o menos (la incomprendida Camino de sirga, del aragonés catalanoparlante Jesús Moncada; la sugerente La muñeca viajera, del ubicuo Jordi Sierra i Fabra; la delicada y deliciosa Seda, de Alessandro Baricco). La lista es ya muy larga.

Cuando proponen otros, no siento la presión de leer por obligación, sino la aventura de explorar mundos ajenos y gustos que puedo compartir o no. La necesidad de cumplir con una fecha límite orienta nuestra disciplina lectora. Descubrimos las más diversas aficiones, hábitos y maneras. Entre mis chicos de 1º hay varios que empiezan los libros leyendo la última página, y sin embargo, hasta conocer a la compañera del Club de lectura de adultos, nunca me había encontrado con alguien que disfrutara “chafándose” a sí mismo el final de una novela.

Pero es que no se pierde nada, se gana el suspense de encontrar sentido a ese, esperemos, sorprendente final. De hecho, los lectores “convencionales” hemos disfrutado sin duda, con ese final desencadenante de todo en obras maestras como Cien años de soledad, o En busca del tiempo perdido; no seamos tan prejuiciosos como para valorar positivamente una única vía, un pensamiento único. Desvíemonos todo lo que nos pida el cuerpo, a cada uno el suyo.

Aprovecho para reseñar la última muesca en el arma pacífica de nuestro club de lectura de Zuera: La estación perdida, de Use Lahoz, (Punto de lectura, 2012). Una de esas obras cuyas primeras cien páginas, toda su primera parte desde luego, irritan y no enganchan, lo que convierte la lectura en una carga, algo que vas demorando.
 

 
 

A partir de la marcha del pintoresco protagonista de su pueblo natal (vamos a entender que parece que el autor precisamente quería transmitir eso, hastío y desapego, y ciertamente, lo consigue), y a partir de la estancia en Zaragoza, crípticamente conocida a lo largo del volumen como “la capital” –y de eso, todos los aragoneses con algún origen rural, tenemos conocimiento, hasta de los pueblos cercanos se aludía así a ese destino de lo que parecía un viaje al fin del mundo-, y más todavía, cuando arriba en la Barcelona prometida, esta sí, con su nombre con todas las letras, porque el pueblo se enmascara en otro nombre, y los del entorno. Lo que me trae a la memoria la palurdez de una autora altoaragonesa que parecía tener miedo a ser considerada cateta por mencionar a su pueblo de origen, o a la cabecera de comarca, y es que lo aragonés es  poco glamuroso, con tanto ciudadano del mundo suelto, por lo visto es así. Patético. Con lo hermoso que es decir Benasque, o nombrar ese sonoro La Hoz de la Vieja, en el más profundo Teruel, y que se nos escamotea.

Y de Buenos Aires al cielo. Al firmamento aterido de un personaje frágil, que se nos muestra humano y surrealista en lo que se apunta como una enfermedad mental, y que por contraste, ofrece al autor innumerables herramientas narrativas y sugerentes circunstancias para la trama y sus protagonistas. El final nos dividió en el club. Algunos lo defendíamos. El muchacho vuelve hecho un hombre, aunque apenas mucho más maduro y fuerte, y por añadidura, llegamos a conocer su secreto, completándose así el círculo de una novela viajera, de horizontes cambiantes. Otras compañeras, argumentaban lo rocambolesco del secreto desvelado, lo innecesario de situarlo en el momento cumbre del desenlace. Al menos, despertó el debate. A mí me pareció, que es precisamente en su parte final, cuando el libro adquiere alas, despega definitivamente, toma velocidad de crucero, y ese regreso a los orígenes termina de asentar al personaje principal en nuestra memoria. Adquiere su personal sentido sólo entonces.

Una novela con matices y mucha punta para sacar, como última lectura de la temporada. El curso que viene, más.

 

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