He leído con interés los textos
con tintes autobiográficos de “Zaragoza la ciudad sumergida” (Onagro ediciones, 2008), del pintor
Eduardo Laborda. He disfrutado de algunas de las imágenes antiguas que
colecciona, las que ha podido incluir en este volumen, muchas de ellas
rescatadas del abandono cruel de sus anteriores propietarios, encontradas con
mucha frecuencia en plena calle, como tesoros a la deriva, que nadie apreciaba en
ese momento, y sin duda reminiscencias de un pasado cuyos protagonistas habían
dejado de reivindicar, aunque seguramente también habían dejado de existir. De
la mano del artista zaragozano, asistimos al espectáculo de una ciudad en
apariencia remota, la urbe que vivió al lado de su compañera también pintora, y
junto a toda una generación de artistas, con los que recorrieron esquinas,
tejados y rincones.
Aun llegando unos veinte años más
tarde, todavía tuve la oportunidad de asomarme a esa Plaza de Santa Cruz de la Bendita
Plástica Callejera, a ese bar Bonanza tasca de bohemios e inspirados
noctámbulos. Tuve conocimiento desde la lejanía de algunos de esos personajes
que llenan el paisaje del libro, poblado por fotografías que hablan de una
ciudad que ha desaparecido, la del casco viejo decadente pero sobre todo viejo y
desabrido, una Zaragoza de palacios sin restaurar y habitados por gallinas, pintorescos
e inciertos refugios, igual que talleres de pintores sin un duro, de jóvenes
entusiastas que aspiraban a la libertad de una democracia que ya se empezaba a
vislumbrar. Pero también, otra Zaragoza de la que tan apenas oí hablar:
billares en el Palacio de Sástago, restaurantes postineros con decorado
vanguardista y dueños que todavía sucumbían a un coma hipoglucémico.
Yo también tengo mi propia
Zaragoza sumergida. La Estación del silencio, y los bares cercanos, ropajes
negros, maquillaje pálido, sombra de ojos, ganas de llegar al sitio al que
habían llegado fuera. Los Héroes, el Zurracapote, la Sala Modo, En bruto, los
primeros conciertos de los que pensábamos primeros grupos, sus primeros discos,
Ecrevisse, Días de vino y rosas. Las zonas, el Rollo, los bares repletos de
humo, las lecturas, el Monaguillo, El Ángel azul, el teatro Kabuki, En la
frontera. Los amores, los desamores, la represión, el armario, los malditos, y
cómo no, el tiempo que se lleva unas cuantas cosas que creímos insustituibles.
Brujilda y ese príncipe al que nunca (o casi nunca) cortejó. El mejor amigo. Las
noches de cristales rotos. Todo bajo el mar.
Y gracias a Laborda, colarse en
los entresijos de la decoración del Salón de columnas de la sede de Cajalón en
Zaragoza, es decir, el que fue Casino Mercantil, con la magia arborescente y
verde de Iris Lázaro. Ojear a vista agradecida y en unas pocas páginas,
portadas de antiguos libros que rompieron moldes, fotografías dedicadas por
divas del momento, algunas de ellas divas para siempre. Curiosear en los
carteles de propuestas artísticas novedosísimas, en una ciudad varada en el
hastío de una patética clase burguesa sin miras y sin inquietudes, desprovista
de todo gusto, empeñada en convertir en ruinas todo lo que les parecía viejo,
en su hortera inclinación por lo nuevo. Asistir atónito a los primeros intentos
de batallar contra los solares yermos, de un centro urbano desprovisto de vida
y de aliento (los “happening”, las “performances”, la ilusión).
Asomarse a este libro implica
tener algo de “voyeur”. Hay que admitir tener curiosidad por esa vida ajena que
de alguna manera se nos desnuda. Nos adentramos en los primeros años de la vida
del autor, a través de unos cuantos recuerdos
familiares, de estampas domésticas, de un horizonte que me resulta próximo pero
podría serlo para cualquiera. Y al mirar lo particular, descubrir lo universal.
La hermana moderna. Los padres abnegados. La pequeña casa. Los años en los que
se cree que todo es posible. Y como mirones, pasar las páginas para comprobar
que los sueños, sueños son. Todas las generaciones fueron únicas, se creyeron
especiales, y lo fueron.
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