Al hacer un repaso de lo que en la madurez se ha ido dejando
atrás, cualquiera podría argumentar que los achaques, las decepciones, los
traumas, y tantas otras cosas, deberían haberse quedado en el lugar del que
venían. Es el tipo de ajuste de cuentas con la vida ejecutado por Vicente
Molina Foix y Luis Cremades, en su ¿dietario?, ¿novela cuasi-epistolar?,
¿actualísimo “valetodo”?, El invitado
amargo (Anagrama, 2014).
Maticemos. Dos escritores, el uno muy famoso, el otro
prácticamente desconocido (poeta, y poeta apenas prolífico, sin escapadas
genéricas, lo dejo ahí), deciden escribir a cuatro manos sobre lo que supuso su
relación amorosa. Y de paso, enfrentarse a una época, a una generación
literaria, a lo desmitificador de unas confesiones públicas, al dolor de la
ausencia, a los errores.
No soy lector de biografías. Ni de memorias, por no llamarlas
desmemorias, o desvergüenzas, o despropósitos. La arboleda perdida de Alberti, y poco más, quienes me siguen
recordarán que hace no mucho descubrí la existencia de la pintora barbastrense
Julieta Always, o que me asomé al mundo del pintor Eduardo Laborda. No tengo
mucho de cotilla. La vida privada de mis ídolos literarios no me atrae gran
cosa. Acabas enterándote de ciertos asuntillos de todos modos, por otras vías,
en entrevistas, en perfiles, en reseñas. Incluso ciertas correrías de
discutible enjundia acaban negro sobre blanco en los manuales de Historia de la
Literatura. Somos humanos.
¿Por qué será que me parece impúdico que alguien me desnude
su intimidad? No me importa nunca cuando lo hace el personaje, cuando se
convierte en ficción. Me resulta no ya aceptable, sino incluso lógico. Pero
entonces es otra cosa. Aquí no. No esperen morbo. No se trata de impudicia
lúbrica. Es más ese tipo de desinhibición del alma, elegante, muy bien escrita,
atractiva, cercana a lo espiritual. Pero exhibición pública, después de todo.
Qué doloroso el remate de la historia que nos ocupa. Imagino
que sin duda, por el momento vital que atravieso, me impacta asistir a lo que
no me puede resultar ajeno, a la llegada que no siempre puede ser digna, a ese
arribar a la madurez, y más tarde a la vejez. Encontrarse con que la decadencia
física ya no es para observarla y diseccionarla, sino para experimentarla en
uno mismo. Mueren los padres y los maestros, se derrumban las paredes gruesas
que al final no eran lo único que nos sostenía. Pasamos de ser protagonistas
con los que compartían nuestra edad de los usos y de los abusos, para
convertirnos en pacientes achacosos de los efectos malditamente secundarios de
lo que hicimos sin lanzar un segundo pensamiento en su momento.
¿Les he dicho ya lo bien escrita que está “la trama”? ¿Y el
repaso concienzudo que se hace de todo el que fue y ha sido, aunque como es
lógico, no pueda ser de todos los que fueron y han sido? Cualquier mitómano de
lo literario, ni remotamente como requisito aproximarse a lo filológico, a lo
académico, gozará con este argumentario de veleidades creativas, con los pequeños
y grandes chismes (muchos de ellos bien conocidos previamente, pero que suenan
a nuevos tan magníficamente relatados) sobre el quién es quién del mundillo de
escritores españoles e incluso latinoamericanos de las últimas décadas.
El material es excelente. No dejen escapar su ejemplar.
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