miércoles, 22 de julio de 2015

Cuando aparecen sin que nadie les haya invitado. Cuando el tiempo pasa, y se hace sentir amargo. Cuando echamos la vista atrás, y ya no se nos hace impúdico mostrarnos a nosotros mismos...


Al hacer un repaso de lo que en la madurez se ha ido dejando atrás, cualquiera podría argumentar que los achaques, las decepciones, los traumas, y tantas otras cosas, deberían haberse quedado en el lugar del que venían. Es el tipo de ajuste de cuentas con la vida ejecutado por Vicente Molina Foix y Luis Cremades, en su ¿dietario?, ¿novela cuasi-epistolar?, ¿actualísimo “valetodo”?, El invitado amargo (Anagrama, 2014).
 
 
 
 

Maticemos. Dos escritores, el uno muy famoso, el otro prácticamente desconocido (poeta, y poeta apenas prolífico, sin escapadas genéricas, lo dejo ahí), deciden escribir a cuatro manos sobre lo que supuso su relación amorosa. Y de paso, enfrentarse a una época, a una generación literaria, a lo desmitificador de unas confesiones públicas, al dolor de la ausencia, a los errores.

No soy lector de biografías. Ni de memorias, por no llamarlas desmemorias, o desvergüenzas, o despropósitos. La arboleda perdida de Alberti, y poco más, quienes me siguen recordarán que hace no mucho descubrí la existencia de la pintora barbastrense Julieta Always, o que me asomé al mundo del pintor Eduardo Laborda. No tengo mucho de cotilla. La vida privada de mis ídolos literarios no me atrae gran cosa. Acabas enterándote de ciertos asuntillos de todos modos, por otras vías, en entrevistas, en perfiles, en reseñas. Incluso ciertas correrías de discutible enjundia acaban negro sobre blanco en los manuales de Historia de la Literatura. Somos humanos.

¿Por qué será que me parece impúdico que alguien me desnude su intimidad? No me importa nunca cuando lo hace el personaje, cuando se convierte en ficción. Me resulta no ya aceptable, sino incluso lógico. Pero entonces es otra cosa. Aquí no. No esperen morbo. No se trata de impudicia lúbrica. Es más ese tipo de desinhibición del alma, elegante, muy bien escrita, atractiva, cercana a lo espiritual. Pero exhibición pública, después de todo.

Qué doloroso el remate de la historia que nos ocupa. Imagino que sin duda, por el momento vital que atravieso, me impacta asistir a lo que no me puede resultar ajeno, a la llegada que no siempre puede ser digna, a ese arribar a la madurez, y más tarde a la vejez. Encontrarse con que la decadencia física ya no es para observarla y diseccionarla, sino para experimentarla en uno mismo. Mueren los padres y los maestros, se derrumban las paredes gruesas que al final no eran lo único que nos sostenía. Pasamos de ser protagonistas con los que compartían nuestra edad de los usos y de los abusos, para convertirnos en pacientes achacosos de los efectos malditamente secundarios de lo que hicimos sin lanzar un segundo pensamiento en su momento.

¿Les he dicho ya lo bien escrita que está “la trama”? ¿Y el repaso concienzudo que se hace de todo el que fue y ha sido, aunque como es lógico, no pueda ser de todos los que fueron y han sido? Cualquier mitómano de lo literario, ni remotamente como requisito aproximarse a lo filológico, a lo académico, gozará con este argumentario de veleidades creativas, con los pequeños y grandes chismes (muchos de ellos bien conocidos previamente, pero que suenan a nuevos tan magníficamente relatados) sobre el quién es quién del mundillo de escritores españoles e incluso latinoamericanos de las últimas décadas.

El material es excelente. No dejen escapar su ejemplar.





 

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