La aproximación con el Club de Lectura
de Zuera a la novela “Las sirenas de Bagdad” (Alianza, 2007), de Yasmina Khadra (seudónimo del exmilitar
argelino Mohamed Moulessehoul) me lleva a plantearme varias cuestiones.
En primer lugar, el asunto de los
seudónimos. Un guerrero que se oculta tras un nombre femenino en una sociedad
todavía más machista que la nuestra. El mundo al revés. Durante mucho tiempo
fueron las mujeres las que debieron adoptar nombres masculinos para que se les
aceptara en el mercado literario. Igualmente triste ha sido comprobar que en
otras ocasiones, las obras que pasaron por tener como autor a un caballero, en
realidad habían sido creadas por sus esposas. Seudónimos, heterónimos, siempre
el tema candente de la identidad, de ser lo que somos, lo que aparentamos, lo
que nos fuerzan a ser, lo que es conveniente que parezcamos, y con demasiada
frecuencia, lo que no somos.
Desgarra pasar las páginas de
esta novela dura, nada compasiva con el lector, que no va a encontrar casi nada
amable en su trama. Irak y su guerra, porque en el fondo todo ha sido guerra
desde que se hundió la farsa montada por Hassan Hussein. La ocupación por la
fuerza multinacional liderada por Estados Unidos no ha dejado de fracasar en su
supuesto intento de devolver al país a la normalidad.
El joven protagonista vive
primero con horror y más adelante vencido por el odio, la nefasta realidad
caótica que habita más que él ese paisaje antaño familiar y ahora remoto.
Bagdad es un fantasma traicionero en el que todo se precipita a un abismo sin
fondo. Su pueblo es escenario de las crueldades más espantosas, las que trae
cualquier guerra, también la que les toca vivir a este universitario, a su
familia, amigos, vecinos y conocidos; a todos. Porque no creo en la belleza
rudimentaria de un relato bélico, y lo que me acaba emocionando de un devenir
que en las primeras páginas se me hizo
tedioso, es que nos muestra lo inútil que resulta abandonarse a los instintos
humanos, a lo más primario, ceder el paso ante lo que nos convierte en algo
mucho peor que un animal rabioso.
Y está el asunto del orgullo
(merecido) árabe. Un argelino se mete en la piel de un iraquí. La fuerza de su
narración se cimenta en una tradición milenaria. Se trata de pueblos que
comparten juglares, poetas, cantantes, una poesía trabada por centenares de
hilos que vienen desplegándose por el horizonte de los arrabales de una cultura
que ciertamente se desconoce en Occidente. Y el orgullo herido, como el del
chico que ve deshonrar a su anciano padre, desata las consecuencias más
vergonzantes, acrecienta los daños, desploma la cultura de convivencia más
arraigada, destruye al ser humano más ecuánime. No me quito de la cabeza a
nuestros abuelos, los que todavía vivieron la guerra civil desde las
trincheras: me da vértigo concebir su odio, sus circunstancias carroñeras, todo
lo que con el paso del tiempo veló el pudor.
Desde aquí, comprender lo
privilegiados que somos por todo el tiempo transcurrido desde esa guerra
nuestra. Entender que tenemos la obligación de responder adecuadamente a las
necesidades de unos refugiados que llaman a las puertas de Europa y merecen un
trato solidario y justo. Ahora nos toca a nosotros estar a la altura, como a
otros les tocó en su momento, como en otros muchos puntos del planeta, cada año
y sin cesar, les sigue tocando. El genio de la lámpara se olvidó de Bagdad,
pero nosotros no debiéramos olvidar ni a Damasco, ni a Beirut, ni al Cairo, ni
a…