lunes, 5 de octubre de 2015

Enemigos que llevamos dentro


Algún tiempo después de enfrentarme a mi primera lectura de un texto de Sergio del Molino, más en concreto su novela No habrá más enemigo (Tropo, 2012), me decido a apuntar algunas ideas sobre locura, sueños, personalidad y desventuras varias. Siempre se agradece descubrir una obra bien escrita, lo que no ocurre tan a menudo como querríamos.





¿Y en qué me baso para hacer una afirmación tajante como ésta? Argumentaría que la selección de las palabras que componen un discurso, que la trabazón de lo construido sea sutil y efectiva, que la trama responda a las expectativas como lector, que… en el fondo, es algo subjetivo, pero real, que apenas otra cosa que la experiencia de otras muchas novelas en la lista de muescas permite pontificar de esta manera.

“Supongo que, para entonces, nos estábamos acercando a la perfección que perseguíamos. Por fin había entendido mi personaje y podía darle carne, volumen y verdad.”

El personaje entendiendo su personaje, el escritor consciente de su rol, la literatura dentro de la literatura, lo metaliterario convertido en médula espinal de una narración madura, plena. Es entonces cuando el bochorno caprichoso de unos escenarios elegidos por ser fetiches, las prefiguraciones fáciles, conforme a la negación de lo propio y desde la incapacidad de ser uno mismo porque ser otro tiene más glamour, es más chic, es más; es entonces, digo, cuando el complejo se sublima, y adquiere todo su sentido, pasando de ser lastre a valor radical para un  todo.

“Lloré. Con las manos apoyadas en el lavabo, lloré. Lloré por no haber averiguado qué tenía yo de especial para andar jugando a aquel juego cuyas normas tan pronto comprendía como se me escapaban, porque estaban hechas de la misma inconsistencia narrativa que los sueños y porque, para no ser uno, se parecían demasiado a ellos. Porque si aquello no era real, prefería no guardar ni un deje de conciencia de mi locura. Si mi cerebro se lo inventaba todo mientras el cuerpo babeaba inerte en una cama de hospital, prefería sumergirme del todo en la novela de mi mente y no dejar abierto ni un solo resquicio por el que se colara el mundo en el que Nadejda se sentaba a hablar conmigo al borde de la cama, y en el que tú la consolabas con abrazos y frases hechas, y mi padre quizá esperara silencioso en el pasillo, sin atreverse a entrar. Lloré por no ser capaz de creerme del todo mi personaje, por confundir los momentos de vida real con fantasías, por que Lola no me perdiera del todo, por que no me retuviera, por que me devolviera a Zaragoza después de cada paliza. Lloré por no poder elegir Nueva York en vez del amor.”

Admito ser de quienes citan para señalar aquellos fragmentos de los que querrían haber sido autores, en una declaración de admiración sin tapujos. Vida ficción, imaginación cotidiana, fluir monótono de lo imposible, verosimilitud extravagante y genial. Azoteas de película, partidas de póker para dirimir el destino de cada aquel, moratorias con significado oculto, proezas que nos dirigen a ninguna parte y a ninguna parte queremos ir más allá de lo que hemos sentido. Elegir Nueva York cuando sopla el cierzo en Zaragoza. Nadejda y Lola, juego y día a día.

“-¿No le da gusto que le tomen por un saloio? Nadie espera nada de un saloio. Por otro lado, su autoestima puede resultar dañada. Todo el mundo necesita el reconocimiento de los demás, sentirse valorado. Es un mecanismo psicológico muy simple. Qué le voy a contar sobre el ego, mi querido Lenín. Pero si es capaz de inhibirse, si puede dejar de lado todas sus ansias por destacar y por recabar el amor de la gente, ser tomado por un ignorante o por un incapaz es muy instructivo. A las personas inteligentes se las suele identificar como una amenaza, en cambio de los tontos nadie se ocupa. Mirar y dejar que las cosas sucedan es muy satisfactorio en muchos sentidos. Para empezar, uno no es responsable del éxito o el fracaso de nada. Pero también puede aprender de los errores ajenos. O de sus aciertos. Eso sí, el saloio debe abstenerse de opinar. Su juicio ni se espera ni se aprecia. Dejarse llevar es agradable si el ego no sufre y si la lengua puede quedarse quieta dentro de la boca. No creo que usted disponga de ninguna de las dos cualidades. Si me permite decírselo, usted no es un buen saloio. O es un saloio de la peor especie: un descastado, un traidor a su clase, un renegado.”

El defecto transformado en virtud. El virtuoso en este mundo literario de egos. El ingenioso, polemista, en la estela más destacada de un Oscar Wilde en su apogeo, pero descarnado, sin piedad, rubricando un retrato genuino por lo onírico de una sociedad que hasta en su hermosura apesta. El gafapasta, el listo de la clase, el obsesivo, el auténtico. Mirar a la estupidez de frente, sin pelos en la lengua, agarrarla de sus orejas desmedidas, propinarle la paliza de su vida, sin tocar y sin mancharse. Me quedo con el rebelde airado autor de esta novela. Me convence.

Habrá una segunda lectura. El reto de los enemigos interiores me llama como el reclamo insoportablemente luminoso para cualquiera que se reconozca en un espejo borroso.




 

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