Algún tiempo después de
enfrentarme a mi primera lectura de un texto de Sergio del Molino, más en
concreto su novela No habrá más enemigo
(Tropo, 2012), me decido a apuntar algunas ideas sobre locura, sueños,
personalidad y desventuras varias. Siempre se agradece descubrir una obra bien
escrita, lo que no ocurre tan a menudo como querríamos.
¿Y en qué me baso para hacer una
afirmación tajante como ésta? Argumentaría que la selección de las palabras que
componen un discurso, que la trabazón de lo construido sea sutil y efectiva,
que la trama responda a las expectativas como lector, que… en el fondo, es algo
subjetivo, pero real, que apenas otra cosa que la experiencia de otras muchas
novelas en la lista de muescas permite pontificar de esta manera.
“Supongo que, para entonces, nos
estábamos acercando a la perfección que perseguíamos. Por fin había entendido
mi personaje y podía darle carne, volumen y verdad.”
El personaje entendiendo su
personaje, el escritor consciente de su rol, la literatura dentro de la
literatura, lo metaliterario convertido en médula espinal de una narración
madura, plena. Es entonces cuando el bochorno caprichoso de unos escenarios
elegidos por ser fetiches, las prefiguraciones fáciles, conforme a la negación
de lo propio y desde la incapacidad de ser uno mismo porque ser otro tiene más
glamour, es más chic, es más; es entonces, digo, cuando el complejo se sublima,
y adquiere todo su sentido, pasando de ser lastre a valor radical para un todo.
“Lloré. Con las manos apoyadas en
el lavabo, lloré. Lloré por no haber averiguado qué tenía yo de especial para
andar jugando a aquel juego cuyas normas tan pronto comprendía como se me
escapaban, porque estaban hechas de la misma inconsistencia narrativa que los
sueños y porque, para no ser uno, se parecían demasiado a ellos. Porque si
aquello no era real, prefería no guardar ni un deje de conciencia de mi locura.
Si mi cerebro se lo inventaba todo mientras el cuerpo babeaba inerte en una
cama de hospital, prefería sumergirme del todo en la novela de mi mente y no
dejar abierto ni un solo resquicio por el que se colara el mundo en el que
Nadejda se sentaba a hablar conmigo al borde de la cama, y en el que tú la
consolabas con abrazos y frases hechas, y mi padre quizá esperara silencioso en
el pasillo, sin atreverse a entrar. Lloré por no ser capaz de creerme del todo
mi personaje, por confundir los momentos de vida real con fantasías, por que
Lola no me perdiera del todo, por que no me retuviera, por que me devolviera a
Zaragoza después de cada paliza. Lloré por no poder elegir Nueva York en vez
del amor.”
Admito ser de quienes citan para
señalar aquellos fragmentos de los que querrían haber sido autores, en una
declaración de admiración sin tapujos. Vida ficción, imaginación cotidiana,
fluir monótono de lo imposible, verosimilitud extravagante y genial. Azoteas de
película, partidas de póker para dirimir el destino de cada aquel, moratorias
con significado oculto, proezas que nos dirigen a ninguna parte y a ninguna
parte queremos ir más allá de lo que hemos sentido. Elegir Nueva York cuando sopla
el cierzo en Zaragoza. Nadejda y Lola, juego y día a día.
“-¿No le da gusto que le tomen
por un saloio? Nadie espera nada de
un saloio. Por otro lado, su
autoestima puede resultar dañada. Todo el mundo necesita el reconocimiento de
los demás, sentirse valorado. Es un mecanismo psicológico muy simple. Qué le
voy a contar sobre el ego, mi querido Lenín. Pero si es capaz de inhibirse, si
puede dejar de lado todas sus ansias por destacar y por recabar el amor de la
gente, ser tomado por un ignorante o por un incapaz es muy instructivo. A las
personas inteligentes se las suele identificar como una amenaza, en cambio de
los tontos nadie se ocupa. Mirar y dejar que las cosas sucedan es muy
satisfactorio en muchos sentidos. Para empezar, uno no es responsable del éxito
o el fracaso de nada. Pero también puede aprender de los errores ajenos. O de
sus aciertos. Eso sí, el saloio debe
abstenerse de opinar. Su juicio ni se espera ni se aprecia. Dejarse llevar es
agradable si el ego no sufre y si la lengua puede quedarse quieta dentro de la
boca. No creo que usted disponga de ninguna de las dos cualidades. Si me
permite decírselo, usted no es un buen saloio.
O es un saloio de la peor especie: un
descastado, un traidor a su clase, un renegado.”
El defecto transformado en
virtud. El virtuoso en este mundo literario de egos. El ingenioso, polemista,
en la estela más destacada de un Oscar Wilde en su apogeo, pero descarnado, sin
piedad, rubricando un retrato genuino por lo onírico de una sociedad que hasta
en su hermosura apesta. El gafapasta, el listo de la clase, el obsesivo, el
auténtico. Mirar a la estupidez de frente, sin pelos en la lengua, agarrarla de
sus orejas desmedidas, propinarle la paliza de su vida, sin tocar y sin
mancharse. Me quedo con el rebelde airado autor de esta novela. Me convence.
Habrá una segunda lectura. El
reto de los enemigos interiores me llama como el reclamo insoportablemente
luminoso para cualquiera que se reconozca en un espejo borroso.
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