Es la segunda novela gamberra de producción por allá arriba,
que además de resultarme desternillante, tiene ese puntito de crítica social
que la completa. El abuelo que saltó por
la ventana y se largó, de Jonas Jonasson (Salamandra, 2012) para muchos
será algo parecido a una broma de mal gusto. Su humor es decididamente negro,
me temo que el que pueden llegar a gastarse por esas latitudes del frío, pero
es una manera de reír que creo inteligente, meditada, también cruel y
despiadada. Me ha gustado. Mucho.
La primera novela de las que he mencionado fue La dulce envenenadora, de Arto
Paasilinna (Anagrama, 2008), que conocí gracias a mi querido Club de Lectura de
la biblioteca de Zuera. El título da una buena pista. El autor finlandés
acierta al presentarnos a una mosquita muerta capaz de hacer todo lo necesario
para deshacerse de quien perturba su vida. ¿No son los protagonistas más
terroríficos de nuestras pesadillas otros mejores que las ancianitas, las
muñecas de porcelana, los juguetes aparentemente inofensivos y todo aquello que
pertenece no solamente a nuestra cotidianeidad, sino a lo más tierno e inocente
de nuestras existencias?
Desolador base para derruir la muy superficial construcción
de nuestra civilización, atenta mucho más a las apariencias que a lo profundo. Me
encanta comprobar que estos borrachuzos suicidas vikingos nos llevan años de
ventaja en retorcerle el cuello a los prejuicios identitarios, a la moralina
sin tachas más cavernaria. Son gigantones secos y serios, pero qué bien se
carcajean hasta de su madre.
Vuelvo a la novela objeto de esta entrada. Lo de hacer reír
es una cosa muy seria, y muy difícil. Nuestro autor sueco lo logra con una
enrevesadísima trama de doble estructura alterna. Nos va transportando en un
largo flashback desde los principios de la biografía de nuestro nada senil
centenario protagonista hasta la época actual, el otro eje de la narración. Su
pirado escandinavo recorre la geografía planetaria, y en su desplazamiento
temporal va cruzándose en el camino de algunos de los principales líderes
mundiales, compartiendo protagonismo con ellos en varios de los hechos más
relevantes de la historia contemporánea.
El vejete se ve involucrado en guerras, en traiciones, en
complots. La política le aburre. En realidad, es un ácrata redomado. El
anarquista en estado puro. Le resbalan las consignas de la izquierda, ha vivido
el gulag, lo más oscuro del estalinismo. No cree en los dogmas neoliberales de
un capitalismo que le viene bien mientras le viene bien dado, pues no confía en
su democracia opresiva y limitada. Al final, todos los grandes que pasan por su
vida acaban siendo parecidos en su irrelevancia.
La complejidad estructural y la ambición (reprochable, lo
admito) del autor, nos alejan de la simpática desvergüenza de Paasilinna. Y sin
embargo, cuando el peso del número de páginas me hacía dudar del acierto de
Jonasson como escritor, recordaba la escena del matón aplastado por el enorme
culo de una elefanta acogida en una plácida granja de la profunda Suecia, y
volvía instantáneamente a reconciliarme con la obra.
Me encanta pensar en ese hombre que resiste un día más, y que
lo hace con dignidad. Es un saco de pellejos, una ruina andante, pero uno de
esos túmulos con mil enigmas por ser descubiertos. Me agrada la alegre
cuchipanda de desarraigados de todas las edades y orígenes que acaban siguiendo
a nuestro centenario en sus correrías.
Me motiva comprobar que alguien más dice en voz alta que las
autoridades del país menos corrupto del planeta, pueden ser tan imbéciles como
los impresentables al cargo, que sufrimos por aquí. Me hace sentir vivo. Me
hace querer seguir viviendo. Con la sonrisa en la boca que ni políticos, ni
jueces, ni fuerzas de seguridad, ni ejércitos, ni demás acólitos de los
poderosos, van a conseguir quitarme. Gracias, abuelo.
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