jueves, 28 de julio de 2016

Para que luego digan de los nórdicos


Es la segunda novela gamberra de producción por allá arriba, que además de resultarme desternillante, tiene ese puntito de crítica social que la completa. El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson (Salamandra, 2012) para muchos será algo parecido a una broma de mal gusto. Su humor es decididamente negro, me temo que el que pueden llegar a gastarse por esas latitudes del frío, pero es una manera de reír que creo inteligente, meditada, también cruel y despiadada. Me ha gustado. Mucho.
 
 

La primera novela de las que he mencionado fue La dulce envenenadora, de Arto Paasilinna (Anagrama, 2008), que conocí gracias a mi querido Club de Lectura de la biblioteca de Zuera. El título da una buena pista. El autor finlandés acierta al presentarnos a una mosquita muerta capaz de hacer todo lo necesario para deshacerse de quien perturba su vida. ¿No son los protagonistas más terroríficos de nuestras pesadillas otros mejores que las ancianitas, las muñecas de porcelana, los juguetes aparentemente inofensivos y todo aquello que pertenece no solamente a nuestra cotidianeidad, sino a lo más tierno e inocente de nuestras existencias?
 
 

Desolador base para derruir la muy superficial construcción de nuestra civilización, atenta mucho más a las apariencias que a lo profundo. Me encanta comprobar que estos borrachuzos suicidas vikingos nos llevan años de ventaja en retorcerle el cuello a los prejuicios identitarios, a la moralina sin tachas más cavernaria. Son gigantones secos y serios, pero qué bien se carcajean hasta de su madre.

Vuelvo a la novela objeto de esta entrada. Lo de hacer reír es una cosa muy seria, y muy difícil. Nuestro autor sueco lo logra con una enrevesadísima trama de doble estructura alterna. Nos va transportando en un largo flashback desde los principios de la biografía de nuestro nada senil centenario protagonista hasta la época actual, el otro eje de la narración. Su pirado escandinavo recorre la geografía planetaria, y en su desplazamiento temporal va cruzándose en el camino de algunos de los principales líderes mundiales, compartiendo protagonismo con ellos en varios de los hechos más relevantes de la historia contemporánea.

El vejete se ve involucrado en guerras, en traiciones, en complots. La política le aburre. En realidad, es un ácrata redomado. El anarquista en estado puro. Le resbalan las consignas de la izquierda, ha vivido el gulag, lo más oscuro del estalinismo. No cree en los dogmas neoliberales de un capitalismo que le viene bien mientras le viene bien dado, pues no confía en su democracia opresiva y limitada. Al final, todos los grandes que pasan por su vida acaban siendo parecidos en su irrelevancia.

La complejidad estructural y la ambición (reprochable, lo admito) del autor, nos alejan de la simpática desvergüenza de Paasilinna. Y sin embargo, cuando el peso del número de páginas me hacía dudar del acierto de Jonasson como escritor, recordaba la escena del matón aplastado por el enorme culo de una elefanta acogida en una plácida granja de la profunda Suecia, y volvía instantáneamente a reconciliarme con la obra.

Me encanta pensar en ese hombre que resiste un día más, y que lo hace con dignidad. Es un saco de pellejos, una ruina andante, pero uno de esos túmulos con mil enigmas por ser descubiertos. Me agrada la alegre cuchipanda de desarraigados de todas las edades y orígenes que acaban siguiendo a nuestro centenario en sus correrías.

Me motiva comprobar que alguien más dice en voz alta que las autoridades del país menos corrupto del planeta, pueden ser tan imbéciles como los impresentables al cargo, que sufrimos por aquí. Me hace sentir vivo. Me hace querer seguir viviendo. Con la sonrisa en la boca que ni políticos, ni jueces, ni fuerzas de seguridad, ni ejércitos, ni demás acólitos de los poderosos, van a conseguir quitarme. Gracias, abuelo.

 

 

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario