Afortunadamente, habría hecho caso de todos modos a mi habitual consigna para alumnos, llegar hasta la página 100 antes de desechar la idea de que un libro vaya a engancharnos. Creedme, muy a menudo lo hace, y con La vista desde Castle Rock, de la reciente premio Nobel, la canadiense Alice Munro (RBA, 2008), me ha vuelto a ocurrir.
La Munro parece haberse hecho
famosa por escribir novelas que lo son tan sólo en apariencia, y que en
realidad son colecciones de relatos. Es el caso. Y los primeros de este
volumen, los que dedica a sus ancestros migrantes, los que dejaron su Escocia
natal para asentarse en el nuevo mundo, esa parte de la historia familiar me ha
dejado frío.
La prosa de la autora canadiense
se desenvuelve con un dinamismo radicalmente distinto cuando acude a sus raíces
más remotas, al presentarnos a esos personajes que conoce por haberlos
investigado, por documentos reales o inventados, que son crónica histórica,
retazos de un fluir social que se antoja añejo y poco más que polvoriento.
Intenta ser objetiva, o eficaz, o hábil a la hora de recrear otras épocas, y
acaba siendo áspera, difusa, apenas atractiva. Se caen de las manos esas
páginas que permanecen en la memoria como una especie de epílogo entre lo sesudo
y lo académico. Por fortuna, nada que ver con el resto del libro.
Me ha seducido esta gran
escritora cuando se aproximaba a los suyos, a los más cercanos, a sus padres, a
sus abuelos. Me ha arrastrado el vendaval de su escritura cuando se aproximaba
a su niñez mísera, o tal vez tan solo de escasez, a la verdadera medida de sí
misma.
Curioso averiguar que la autora
nunca había escrito textos tan personales como estos. Entonces, cabe plantearse
si todo lo que había escrito previamente era preparándose a enfrentarse con sus
orígenes. Los borda, borda estos relatos crudos, descarnados, directos,
rotundamente sinceros. No escatima verdad, y no hablo de que pase la prueba del
biógrafo más exigente, en absoluto. Me refiero a que se retrata a sí misma, y
lo hace con los suyos, y resultan personas como las que respiran, sufren, sienten
o no padecen. Como usted y como yo, a miles de kilómetros eso sí.
¿Cómo debe exponerse un escritor
en el momento en que se convierte en un personaje? Ha de resultar tentador
redimirse, suavizar los ángulos, concentrarse en los detalles, rebajar las
aristas, mentir. La niña que nos presenta Munro no me cae simpática. Es
caprichosa, cruel, retorcida, a menudo insensible. También es decidida,
enérgica, inteligente, inquieta. Su realidad nos la muestra en esa
cotidianeidad aplastantemente prosaica, la que agota los minutos de un día, la
que llena de grisura la existencia más exigente, la que todos podemos conocer.
Y por eso es plena, creíble, auténtica.
Siempre nos quedará Canadá, o
quizá ya no tanto.
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