Prologa desde la admiración, la
edición que ha llegado a mis manos de la novela de Carmen Martín Gaite
(Siruela, 2009), Gustavo Martín Garzo. Considera que se trata de tres cosas a
la vez. Veamos.
Como novela fantástica, en mi
opinión es un desastre, una pésima novela de ese género. Como ensayo, me quedo
con la parte directamente relacionada con el repaso al pasado por parte de la
autora, pues las páginas dedicadas al oficio de escribir resultan inconexas y
no terminan de encajar del todo bien unas con otras. Es precisamente como libro
de memorias, donde encuentro la genialidad de la obra.
¿Novela? Si llega a serlo, es
fallida. Y sin embargo, es una obra digna de la admiración del prologuista (y
de cualquier lector), de la atención hiperbólica que ha recibido por parte de
los hispanistas y estudiosos del español en Estados Unidos, merecedora en
resumen de haber entrado con rotundidad en el canon literario.
“[…] ¿por qué tenían que acabar
todas las novelas cuando se casa la gente?, a mí me gustaba todo el proceso de
enamoramiento, los obstáculos, las lágrimas y los malentendidos, los besos a la
luz de la luna, pero a partir de la boda, parecía que ya no había nada más que
contar, como si la vida se hubiera terminado; pocas novelas o películas se
atrevían a ir más allá y a decirnos en qué se convertía aquel amor después de
que los novios se juraban ante el altar amor eterno, y eso, la verdad, me daba
mala espina.”
Comienza a percibirse un cierto “revisionismo”
ante las pioneras. No, no se confundan, la primera mujer que llegó a la
universidad, o la que ejerció de abogada cuando ninguna otra lo había hecho, o la que entró con su flamante acta
de diputados en un Congreso donde nunca antes había habido mujeres representando al
pueblo, esas y todas las otras primeras mujeres chocaron con los muros del
prejuicio hasta el punto de convertirse en temerarias. Ellas abrieron el camino
para que lo que ha venido después, siendo complejo, resultara más factible, más
esperanzador.
Carmen Martín Gaite dice, pone en
palabras, por primera vez, lo que hasta entonces no se había pensado, lo que no
se había atrevido a escribir nadie, lo que resultaba horrísono para los bien
pensantes, lo que hería susceptibilidades, lo que simplemente se consideraba
inaceptable. Una mujer planteándose una vida más allá de los estrechos
vericuetos del hogar, alejándose de la visión ñoña y romanticona, plantando
cara. Una revolución. Necesaria.
“Mi madre no era casamentera, ni
me enseñó tampoco nunca a coser ni a guisar, aunque yo la miraba con mucha
curiosidad cuando la veía a ella hacerlo, y creo que, de verla, aprendí; en
cambio, siempre me alentó en mis estudios, y cuando, después de la guerra,
venían mis amigos a casa en época de exámenes, nos entraba la merienda y nos
miraba con envidia. “Hasta a coser un botón aprende mejor una persona lista que
una tonta”, le contestó un día a una señora que había dicho de mí, moviendo la
cabeza con reprobación: “Mujer que sabe latín no puede tener buen fin”, y la
miré con un agradecimiento eterno.”
En el libro hallamos muestras
maravillosas de exhibicionismo impúdico de la intimidad de un escritor, de una
escritora en este caso. Son esos recuerdos elevados a apuntes históricos. Esa
crónica sentimental que redunda en social. Ese proyecto inacabado de reflejar
los usos de una época, de testimoniar lo fronterizo con lo existencial. Una
intelectual que se atreve a admitir que siente, que le desgarran los
acontecimientos, los íntimos, los compartidos, los de ese glorioso movimiento
que regía el país, la cotidiana miseria, el roído traje de un estado
involucrado en crímenes contra sus ciudadanos, una dictadura más allá de la
estructura orgánica, más allá.
“Siempre el mismo afán de apuntar
cosas que parecen urgentes, siempre garabateando palabras sueltas en papeles
sueltos, en cuadernos, y total para qué, en cuanto veo mi letra escrita, las
cosas a que se refiere el texto se convierten en mariposas disecadas que antes
estaban volando al sol. Es precisamente lo que me pasa cuando me despierto de
un sueño: lo que acabo de ver lo abarco como un mensaje fundamental, nadie
podría convencerme, en esos instantes, de que existe una clave más importante
para entender el mundo de la que el sueño, por disparatado que sea, me acaba de
sugerir, pero es moverme a buscar un lápiz y se acabó, ya nada coincide ni se
mantiene, se ha roto el hilo que enhebraba las cuentas del collar. Y sin
embargo, no escarmiento, por todas partes me sale al encuentro la huella de
esos conatos inútiles, vivo rodeada de papeles sueltos donde he pretendido en
vano cazar fantasmas y retener recados importantes, me agarro al lápiz ya por
pura inercia, ¿comprende?, sé que es un vicio estúpido, pero me tranquiliza los
nervios.”
Impresionante, de antología, el
momento en que la protagonista se asoma a la caja tonta para asistir en persona
al entierro de Franco. La sensibilidad de nuestra autora. ¿O es una
demostración de que una mujer escribe diferente, siente diferente, capta la
realidad de forma diferente? Disiento cuando se distingue entre literatura para
mujeres y verdadera literatura, me agrede esa burda y sexista distinción. Otra
cosa muy diferente es apreciar detalles y matices en lo que unos y otras pueden
hacer. Y siempre desde la seguridad de que sólo hay dos literaturas: la buena y
la mala, estén escritas por hombres o mujeres, por anglosajones o por indígenas
aymaras, para lectores adolescentes o adultos. La sensibilidad de Carmen Martín
Gaite decía, se aproxima a la figura de Carmencita Franco durante el funeral.
La mira, nos la muestra, analítica, certera.
“Esa imagen significó el
aglutinante fundamental: fue verla caminando despacio, enlutada y con ese gesto
amargo y vacío que se le ha puesto hace años, encubierto a duras penas por su
sonrisa oficial, y se me vino a las mientes con toda claridad aquella otra
mañana que la vi en Salamanca con sus calcetines de perlé y sus zapatitos
negros, a la salida de la Catedral. “No se la reconoce –pensé-, pero es aquella
niña, tampoco ella me reconocería, hemos crecido y vivido en los mismos años,
ella era hija de un militar de provincias, hemos sido víctimas de las mismas
modas y costumbres, hemos leído las mismas revistas y visto el mismo cine,
nuestros hijos puede que sean distintos, pero nuestros sueños seguro que han
sido semejantes, con la seguridad de todo aquello que jamás podrá tener
comprobación.” Y ya me parecía emocionante verla seguir andando hacia el
agujero donde iban a meter a aquel señor, que para ella era simplemente su
padre, mientras que para el resto de los españoles había sido el motor tramposo
y secreto de ese bloque de tiempo, y el jefe de máquinas, y el revisor, y el
fabricante de las cadenas del engranaje, y el tiempo mismo, cuyo fluir
amortiguaba, embalsaba y dirigía, con el fin de que apenas se les sintiera
rebullir ni al tiempo ni a él y cayeran como del cielo las insensibles
variaciones que habían de irse produciendo, según su ley, en el lenguaje, en el
vestido, en la músicas, en las relaciones humanas, en los espectáculos, en los
locales. […] Se acabó, nunca más, el tiempo se desbloqueaba; había desaparecido
el encargado de atarlo y presidirlo,…”
Nuestra autora se para a mirar con atención el
proceso de la escritura, la suya. Se detiene a observar con rigor de entomólogo
la marcha de los tiempos de unos y otros a su alrededor. Reflexiones a la hora
de seguir con la vida cotidiana, que no elude. Su hija no desaparece en el horizonte
por exigencias del guion. El miedo, los miedos en realidad, los pequeños
traumas, el paso convincente del tiempo en la medida de las tareas domésticas,
la tremenda verdad de lo asumido, de la educación recibida, por la presión de
los que erigen los axiomas morales, todo cabe en la punta de una pluma herida
por la impresión al escribir.
Una habitación propia, que dijo
aquella otra, el cuarto de atrás de la cochambrosa clase media hispánica, la
cruda entereza que empuja a salir de la prisión de los prejuicios. Carmen
Martín Gaite abre una ventana al aire fresco.
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