Al terminar la lectura de “La buena reputación” (Seix Barral,
2014), me ocurre lo que no me había ocurrido tras la lectura de hasta cuatro
novelas de mi admirado autor, que no me convence el final. No haré el “spoiler”
del que hablaban mis alumnos en el club de lectura, no quiero privarles de
descubrir por su cuenta los elementos narrativos para que concluyan por su
cuenta lo que les parece el desenlace. A mí me ha resultado forzado, de alguna
manera no fluye, como lo hacen las novelas de Martínez de Pisón. Intuyo que la
intención era terminar con un tono lírico que fuera difuminando las líneas
maestras de una narración-saga, para que confluyeran los motivos fundamentales,
como un punto final que no es tal.
Me acerqué a la obra con la seguridad de que conocer el
devenir de una familia judía me interesaría. En su momento leí “La herencia de
Abraham Godina”, de Ivonne Gallán, una estimable novela histórica que retrata
la vida de los judíos zaragozanos en los momentos previos a la ya cercana
expulsión. Me ha interesado así mismo, algún ensayo sobre ese pueblo que compartió nuestro
paisaje, que participó en la creación de nuestra identidad y que tan
injustamente fue convertido en un miembro cercenado de este organismo que
llamamos España. El devenir de la familia me cautivó. Objetivo cumplido. Lo de
familia judía es otra cosa.
El hebraísmo en realidad está presente a lo largo de toda la
novela. Una vez más, nuestro pasado africano, ese tabú contemporáneo que paso a
paso va saliendo a la luz, ese protectorado del norte de Marruecos, ese Tetuán,
y por extensión, ese reducto colonial: Melilla. La demostración novelada de la
muy reciente creación de esta última como ciudad. Yo aventuraba una presencia más constante y estable
de la minoría judía. Gracias a nuestro autor, averiguamos que los judíos de hoy
testimonian un pasado cercano tumultuoso, complejo, con etapas sorprendentemente
diversas.
Pero judíos, judíos, el pater
familias que primero reniega de su ascendencia para ascender (valga la
redundancia) socialmente, para posteriormente hundirse en un pseudofanatismo
judaico más melancólico que otra cosa, y sobre todo sus dos hermanas. Con ellas nos
asomamos a la rica herencia sefardí, a su sonora lengua de anclaje en épocas
más dichosas, a sus costumbres arraigadas, a sus objetos amados, a su cultura
milenaria. Los demás, llevan nombres hebreos, coquetean con su origen, lo
ignoran, lo ocultan, lo admiran, lo mitifican. Poco más.
¡Qué habilidad narrativa la de Martínez de Pisón! Con su
novela recorremos puntos geográficos de lo más disperso. Sus protagonistas
viven y sufren los acontecimientos capitales de su país, o también de la localidad en la
que residen. Sobreviven al incendio del hotel Corona de Aragón. Colaboran a la
estampida de judíos de regreso al solar de los antepasados. Sufren el efecto de
las guerras, de la posguerra.
Los personajes deambulan por ese tapiz de una España
franquista, modelada por la dictadura, de señoritos y muertos de hambre, de militares
y sotanas, una España gris y polvorienta, cateta y soñadora, la costa de los
futuros vicios desarrollistas y corruptos, la profunda de las ciudades de
interior, gloriosamente provincianas, sin olvidar a esos españoles de pro que
empezaban a sentirse incómodos siendo minoría en tierras africanas bajo bandera
española.
Y más allá de lo relevante, la cotidianeidad. Los hechos que
nos marcan a todos los seres humanos, en el día a día. Las pequeñas miserias,
el choque inevitable de caracteres, el trabajo que en nada nos destaca de otros
tantos, la materia corriente de nuestras existencias, los motivos poco
aleccionadores, la sencillez de cada hora que seguimos estando vivos. Esa es la
magia de esta novela, todavía más que en anteriores de Martínez de Pisón,
aunque algo ya masticable se encontraba en su anterior obra, “El día de mañana”. Por mucho
que en ella, lo convencional se demostrara excepcional, en la muy personal manera de
enfrentarse a las cosas de un protagonista charnego en Barcelona, una ciudad de
pocos prodigios y mucha supervivencia, la de las famosas inundaciones, la de la
llegada diaria de inmigrantes con una maleta de cartón llena de expectativas.
Zaragoza ya había sido escenario principal en “Dientes de
leche”, la primera grandísima novela que he leído de Martínez de Pisón. Emocionaba la
prodigiosa forma de entrecruzar Historia e historia. La pequeña historia del
extranjero que se transforma en hijo adoptivo de la ciudad que le acoge, en
marido de una valiente mujer, en padre de unos muchachos muy diferentes. La
gran historia de unos soldados italianos que fueron embarcados en una guerra
entre hermanos por un dictador enloquecido y megalómano, y de cuando muchos de
ellos murieron sin haber vivido apenas en ese territorio desconocido y lejano.
Y de ese choque de minúscula con mayúscula proviene la grandeza de este autor,
porque entonces nos cuenta, y nos lo creemos de principio a fin, que ese buen signore representa hasta su defunción el
papel de administrador honorífico del monumento a sus caídos compañeros.
Y antes llegó “Carreteras secundarias”, una narración que
mucho debe de tener de cinematográfica para que haya sido llevada en dos
ocasiones al celuloide. En el recuerdo, la road
novel, el bildungsroman, todo lo que
un adolescente merece y no consigue, lo que se le permite y lo que se le
escapa. Un chico que aprende a vivir a empujones en un país que recorre sin
criterios porque a su lado su padre quiere desaprender a vivir, y no puede.
Lectura
obligatoria de instituto (“Dientes de leche” también), lo que supongo que algo
debe de decir, pero que a fin de cuentas implica la temprana admiración que
nuestro autor zaragozano hace mucho tiempo afincado en Barcelona, despertó
enseguida entre los que tenemos o han tenido como profesión enseñar literatura. ¿Se puede enseñar
semejante cosa? Se puede compartir la pasión por la lectura, leyendo. Se puede
dar pistas del recorrido histórico de nuestros autores y sus obras. Se puede
simplemente, disfrutar con la lectura de este narrador, sobradamente canónico
ya, y lo que es más importante, lucidísimo contador de magníficas historias.
La reputación, hay que ganársela.