viernes, 7 de noviembre de 2014

Sobre “Maribel y la extraña familia”, de Miguel Mihura, sobre leer teatro,...


No creo que sea casualidad, que dos de mis lecturas esenciales “de todos los tiempos” sean obras de teatro, clásicos para más “inri”: la una, en verso para más detalle, “La vida es sueño”; y la otra, un esperpento, “Luces de bohemia”. Siempre me ha encantado leer teatro, ni lo evito, ni quiero evitarlo. No es porque no me guste verlo representado, aunque tengo que decir que a menudo la puesta en escena de obras que había leído previamente, me ha decepcionado profundamente. Quizá sea porque tengo vocación de director de escena, pero no, que no me dejen convertir en realidad semejante despropósito.

La obra de Mihura, para muchos críticos menor, una simple obrita, es en realidad un excelente ejemplo de lo que la buena literatura defiende: decir más con menos. Frente a tantos sesudos mamotretos de escritores serios, y por qué negarlo, libros por lo general bastante aburridos, nuestro autor consigue con un estilo desenfadado y pelín previsible, metas muy complejas. No es sencillo enfrentarse con los prejuicios de una sociedad. A renglón pasado, todo resulta más cómodo, entonces cualquiera puede sonrojar a los que se equivocaron.
 

 
 

Los que tenemos una cierta edad, inequívoco síntoma de madurez, reconoceremos esa España gris en la que viven los personajes de la obra. Un país en el que las mujeres estaban obligadas a, al menos,  parecer decentes. La decencia, ese concepto que hoy suena a trasnochado, y que sin embargo se torna actual cuando los chicos de un instituto califican de puta a la muchacha con muchos amigos, y machote al chaval que ronda a todas las de la clase.

Maribel es una prostituta, y lo parece además. Los espectadores de la época se tenían que partirse de la risa al ver a las ancianas “chochas” protagonistas tratarla con delicadeza, mostrando un interés inusitado por esa vida “desenfadada y libre” que llevaba. La lección maravillosa la ha dado el paso del tiempo. Hemos alcanzado a leer entre líneas, y a comprender la bomba de relojería contracultural que ocultaba el argumento que planteó  Mihura. Fue moderno, cuando en realidad no había nada de extraordinario en que un hombre pudiente retirara del ejercicio de su carrera a una mujer de la calle. Es moderno, es modernidad, hacer chocar y solaparse sin problemas, la realidad decimonónica de unas damas bondadosas con la lógica desconfianza de un grupo de mujeres sobradamente maltratadas por la vida.

El tono de la obra es de comedia de salón. Se va acelerando hacia el final, pero el autor no duda en dejar llevar por los meandros necesarios el recorrido de sus personajes. Articula de manera magnífica el suspense de algo tan de hoy como la posibilidad de que el protagonista y sus añosas familiares sean psicópatas peligrosos. Contribuyen al acierto del autor: la rancia escenografía, la localización de los actos, y por supuesto, episodios cómicos como  esa fantástica ocurrencia de que una ancianita solitaria pague por que alguien le haga una visita.

El análisis de la sociedad que nos rodea es uno de los mejores servicios que puede hacer un escritor. Mihura demuestra ser un maestro como analista de vicios e inquietudes, en la brumosa tierra de las segundas oportunidades. Una lectura muy recomendable para lectores en la etapa final de la secundaria…






 

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