martes, 4 de noviembre de 2014

A propósito de lo que deberían (o no) leer los chicos…


No hace mucho que terminé de leer “Nada”, de la autora danesa Janne Teller, una novela que comparte con la mítica obra de la barcelonesa Carmen Laforet ese desapego existencialista, ese pesimismo con un cierto punto autodestructivo. Lo llamativo es que en este caso, y no ocurría lo mismo con la ganadora del premio Nadal, se trata de una muestra de la mal llamada literatura juvenil. Me explicaré.
 


 
 

En el epílogo del volumen publicado por Seix Barral, se indica por parte de la autora que nunca llegó a entender el revuelo provocado por su novela, que incluso se llegara a prohibir su lectura en institutos de ciertas partes de Dinamarca. Sinceramente, y tras conocer yo mismo este libro de declarado corte nihilista, me planteo hasta qué punto no tenían algo de razón los padres en preocuparse.

No creo en las prohibiciones, ni en la censura. Actitudes como las de nuestro gobierno, prohibiendo el ejercicio de la democracia en un asunto como el de las ansias independentistas catalanas sólo llevan a jalear y exacerbar lo que paradójicamente se quiere evitar. Lo mismo ocurre con lo que se ilegaliza. A menudo, lo que está al otro lado de la frontera de lo permitido atrae más. Reprimir no es la solución, sin contar con lo que la represión tiene de inmoral. Por mucho que se esté en desacuerdo con algo, salvo claro está, cuando algo sea directamente nocivo -y en esto tiene que haber un consenso muy general-.



El libro de la “oenegera profesional” danesa (no ocultaré mis reservas hacia quienes hacen de su vida un paseo a cuerpo de rey, con la supuesta intención de salvar a los necesitados, aunque en realidad haya mucho más de reafirmación del ego que otra cosa; y aun así, hago público desde aquí, una vez más, mi compromiso con las oenegés que luchan por aquello en lo que creo, pensando más en el objetivo que en todos y cada uno de los medios), “Nada” parte de la decisión tomada por un adolescente, de no creer en nada, de no ocuparse de aquello que suele centrar la vida de los apacibles burgueses escandinavos, de subirse a un árbol y dedicarse a escupir a los que él considera malogrados compañeros de instituto, incautos seguidores de unos vacíos principios y una inútil confianza en la humanidad.

Los chicos protagonistas, que asisten atónitos al espectáculo, compañeros de clase de este  nuevo Simeón del desierto, acuerdan aportar a una especie de pira sacrificial algo que realmente les importe a cada uno de ellos. ¿Y qué puede ser esencial para uno? Gradualmente, lo que estos muchachos van aportando se convierte en más, y más sangrante, y lo digo literalmente, hasta subir el tono de la narración a uno cuasi-apocalíptico.

Sería en el fondo, una interesante reflexión: reducir lo que nos rodea a lo imprescindible, a la medida de nuestra supervivencia como individuos, a la circunstancia que ya no lo es. Ahí está el agarradero de Teller: el supuesto mensaje optimista de su obra. Y si es así, ¿por qué será que me deja ese sabor amargo y desolador?

La existencia nunca es fácil, y recuerdo vivamente todavía el lastre de una edad de esperanzas, desapegos y desmedidas ansias; esa adolescencia por la que todos pasamos, ha de tener su momento de descubrimientos, de decepción, pero también un horizonte de superación. En ello se me ocurre que puede estar la aportación de los adultos que nos ocupamos de la educación de unos seres tan vulnerables, tan abiertos a conocer y sentir, como los adolescentes de la obra que nos ocupa, y como todos los demás que en el mundo son o han sido. Se trataría de intentar aportarles una actitud más serena, necesariamente crítica desde luego, pero también reparadora de esas primeras heridas.

Algunos chicos de un instituto más cercano, del Hermanos Argensola de Barbastro, han sabido leerlo en su momento, con el ojo del que se queda con lo simbólico, así como con lo añadido, con la fuerza subyacente, y siempre y sin duda, guiados por su educadora. ¿Y los demás, los otros, los más, lo han reducido todo a la anécdota “gore”, al absurdo que todo lo relativiza?

Nada. La nada puede ser muy plena. De ella, como del silencio, se aprende…





 

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