Algunos poetas deciden ampliar el “reducido espectro” hacia
el que dirigen su creatividad, y mueven los hilos correspondientes para que se
les publiquen novelas. Hasta aquí nada que oponer, lo minoritario de siempre ha
tenido su “charme”, pero aporta escasos réditos económicos y tan apenas
prestigio académico.
Ser maldito se queda para esos nombres que todos conocemos
sin necesidad de acudir a Wikipedia, y en el silencio acogedor del anonimato de
cuatro almas coherentes. Luce más apuntarse a la moda de turno. Redactar la
ultimísima novela histórica, o en este caso, (lo
de la pasión por la Historia se lo vamos a dejar a otra, trepa, “colocaticia”,
de las que se dejaba ver venir desde muy lejos) entrar en Olimpo de los Nocilla,
con alguna de esas obras metaliterarias y metavivenciales, elitista en su justa
medida, según el patrón de los críticos que te van a encumbrar, en la línea de
lo que vende lo suficiente y en realidad únicamente leen los capaces de superar
el tedio al que conduce un autobombo insufrible y asfixiante.
Funciona.
Uno se hace un nombre más allá del terruño, deja de ser
cabeza de ratón, para ser alguien, y alguien sólo se puede ser si se es en
Madrid, y entonces, ocurre porque sí, se produce el milagro de que te den el
premio que patrocina tu editorial, y que resulta ser uno de los más
considerados de España.
Lo inquietante, y no entraré en más valoraciones morales, es
que quien así actúa se presente en toda ocasión como una especie de
“antisistema” de altura intelectual, un “rebelde con causa –por mucho que la
causa, ni sea ejemplarizante, o ni siquiera se aproxime remotamente a una causa,
o sí, la causa de labrarse un futuro como escritor de renombre-, un resabiado
“mete-el-dedo-en-la-llaga”, aposentado en realidad, y hasta las trancas, en ese
“stablishment” contra el que asegura arremeter por activa o por pasiva, por las
redes sociales o por donde le dejen.
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